DICIONARIO HAGIOGRÁFICO
La Historia debe ser relato y sólo relato, las manchas de la ideología deben dejarse para los periodistas o los publicistas
El error principal del monumental Diccionario Biográfico que, al precio de 3.500 euros, ha puesto a la venta la Academia de la Historia, está en su título: debería haberse titulado 'Diccionario Hagiográfico'. Y ello porque su propio diseño invitaba a que las entradas hicieran de nuestra Historia una especie de suma de santos, héroes, militares inteligentísimos, políticos honestos, reyes justos, curas iluminados.
La Academia decidió encargar las entradas a especialistas que hubieran demostrado simpatía evidente por los personajes a los que tenían que biografiar, de donde el resultado no podía ser otro que el que ha sido: una obra monumental, que ha costado seis millones de euros, de la que se han destacado algunas perlas sustanciosas, como las entradas dedicadas a Franco -militar que deja en pañales a Alejandro Magno- y a Escrivá -de quien se dice que el Señor le hacía tomar las decisiones adecuadas para agrandar su Obra (la del Señor y la del propio Escrivá)-. La entrada dedicada a Felipe González la escribe un colaborador íntimo de Felipe González; la de todos los Borbones, monárquicos convencidos de que los Borbones son lo único bueno que le ha pasado a España desde que colocamos a un andaluz en la cabeza del Imperio Romano.
El resultado pues, todo lo patriótico que se quiera, queda impugnado por su propia estructura: le pasa al Diccionario como a los suplementos culturales de nuestro periodismo, que encargan las reseñas de los pesos pesados de nuestra literatura a probados amigos de esos pesos pesados, de donde para leer una crítica negativa de un nombre importante haya que acudir a revistas marginales o páginas airadas de Internet.
La impresión acaba dando la razón al cínico Ambrose Bierce, que definía la Historia como el relato, casi siempre falaz, de sucesos, casi siempre insignificantes, protagonizados por curas, casi siempre malignos, y militares, casi siempre idiotas. ¿Qué cara pondría Cervantes, que decía que la Historia es la madre de la verdad, al leer lo que el historiador Luis Suárez dice del general Franco, a quien ensalza sin tapujos, cosa muy natural si se nos entera de que el historiador ha trabajado para la Fundación Francisco Franco?
Al final, con su método, la Academia de la Historia ha transformado su disciplina en un programa del corazón, donde no hay más categoría que la simpatía y la antipatía, donde depende de lo bien que te lleves con alguien, lo ensalzas admirativamente o lo destrozas afeándole las mismas cosas que ensalzas en quienes te caen bien.
Puede decirse, sin duda, que el esfuerzo es monumental y el resultado no se resquebraja por unos cuantos fallos que podrán corregirse en la edición digital -aunque la edición en papel, ahí se queda-, pero viene a demostrar de nuevo lo poco científica que es una materia que debería proponerse antes que nada ser ciencia y atenerse a un severo protocolo: la Historia debe ser relato y sólo relato, las manchas de la ideología deben dejarse para los periodistas o los publicistas.
¿Qué diríamos de un magno edificio por, pongamos por caso, Norman Forster, al que le descubrimos seis o siete grietas? ¿Diríamos que sigue siendo una gran obra a pesar de sus evidentes fallos de estructura? Difícilmente. Esas seis o siete grietas se cargarían la propia magnitud de la obra sembrando la desconfianza: y eso es lo que le ha pasado a un Diccionario que hubiera debido titularse de otro modo para que nadie se llamara a engaño.
Se nos va el dinero en cosas así. Por ejemplo, la cocina española, de moda en todo el mundo. Cocina y deportes son nuestros fuertes, y hasta ahora lo habían sido sin mucho apoyo estatal: nuestros grandes deportistas no son los becados por el ministerio, pues nuestro papel en las Olimpiadas es mediocre, sino los profesionales, Nadal, Contador, los futbolistas de la selección, Alonso. Por mucho que haya siempre un político en la foto cuando recogen sus trofeos, las victorias son suyas, no nuestras, quiero decir, no las pagamos nosotros.
Con los cocineros pasaba otro tanto. La fama mundial de Adriá y Cía. se la han ganado ellos a base de investigación y audacia. Entonces, ¿por qué darles siete millones de euros a repartir entre siete cocineros de vanguardia pertenecientes a una tal «Basque Culinary Center Fundaziona»? El BOE lo recogía esta semana como apoyo del Estado a la vanguardia de la cocina mundial, la vasca. Algo tendrá que ver la necesidad de apoyo que tiene el PSOE de los nacionalistas vascos.
No haré demagogia diciendo cuántas bibliotecas pueden llenarse con siete millones de euros (bueno, ya la he hecho, pero podría haber sido peor, podría haberme preguntado ¿cuánto mejorarían los menús de las casas de acogida y los comedores sociales con siete millones de euros?, pues al fin y al cabo eso también es gastronomía), pero se pregunta uno si de verdad hacía falta esa inyección millonaria para apoyar a gente que hace anuncios publicitarios y cobran una pasta, tienen restaurantes prestigiosos donde para comer tienes que gastarte una pasta, se las han arreglado muy bien hasta ahora sin dinero público.
No sé, es como si, pasando a la literatura, el Estado decidiera apoyar el lanzamiento de la próxima novela de Zafón o Pérez Reverte. Pero parece que va siendo la consigna en lo tocante a cultura: gastar el poco dinero que hay en unas cuantas cosas donde haya gente muy principal que atraiga a lo que más interesa a los políticos que se ocupan de gestionar ese dinero: es decir, a los fotógrafos.
PUBLICADO EN DIARIO SUR
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