SU
BELLEZA
Toda inteligencia acaba por ingresar en la
parálisis. Llega un punto en que nos sentimos superados por la
"realidad", en que comprendemos que no podemos alcanzar su
"esencia" última ni su "motor" primero (suponiendo-lo cual es
mucho suponer-que todo esto consista en una línea recta con principio y final).
Si acudimos a la ciencia, nos desborda la exigencia
empírica continua (¿dónde acaba esa exigencia?), sin contar con la conocida
paradoja del observador: todo objeto cambia en cuanto pasa a ser contemplado:
no hay mirada neutral.
Si confiamos en las letras, nos aterra la
posibilidad de que toda nuestra labor se quede en el terreno de la pura
especulación metafórica, inmotivada; que las letras supongan una renuncia a un
conocimiento "verdadero", que contemple el comportamiento y la
constitución de materia y no-materia con absoluto desapasionamiento...
Y si nos entregamos al remedio de la religión, es
inevitable que de vez en cuando la inteligencia proteste, ante la posibilidad
de que se esté consagrando la vida a elevar castillos en el aire, cuando no a
defender una mera superstición.
Hay que aceptarlo. Hay que asumirlo. Hay que amar
esta condición limitada, y quizá no sólo porque no quede otro remedio: quizá
porque en eso radique precisamente su encanto, su atractivo: su belleza.
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