DESIGUALDAD COMO ANTESALA DE RUINA. SANTOS JULIÁ


ANTESALA DE RUINA
Hace ahora seis años, en 2006, los veinticinco gestores de fondos de cobertura (hedge funds) mejor pagados de Estados Unidos se embolsaron un total de 14.000 millones de dólares, tres veces la suma de los sueldos de los 80.000 maestros de escuela de la ciudad de Nueva York (Paul Krugman, ¡Acabad ya con esta crisis!, página 84). Llevamos digeridas tantas cifras aberrantes sobre los baños de oro en que han alegremente chapoteado los causantes de esta crisis, antes, durante y después de haberla desencadenado, que nada sorprende ya si no se repite una y otra vez: 25 tipos, 25, ganaron en un año, administrando fondos de cobertura, tres veces más —tres veces más— que 80.000 maestros, 80.000, de Nueva York.


Que un individuo que maneja fondos de inversión pueda rapiñar en un año una cantidad de dinero tres veces superior a lo que ingresan por su trabajo más de 3.200 profesores de primaria es un hecho que, aparte de sus devastadores efectos económicos, tiene una dimensión política y moral que Krugman define como parálisis de la capacidad de responder con eficacia a la crisis que inevitablemente habrá de desencadenar este aumento inaudito de la desigualdad. Es evidente que sociedades en las que los derechos sociales cumplen su función redistributiva de la renta, y reductora por tanto de los niveles de desigualdad, responden con mayor eficacia a las coyunturas de crisis porque aseguran un mínimo de cohesión y solidaridad social. Cuando la desigualdad se dispara, el clima político y las actitudes morales ante las crisis se degradan en la forma de un sálvese quien pueda que, entre nosotros, ha llevado a responsables de cajas de ahorros a embolsarse decenas de millones de euros mientras sus entidades se declaraban en bancarrota.

La profunda crisis económica que afecta a los medios de comunicación escritos —y de la que este diario no se libra— posiblemente se afrontaría con otra actitud, y con mayor eficacia, si el reciente incremento de la desigualdad se redujera a unos niveles que permitieran la reconstrucción moral de una comunidad capaz de hacer frente a la depresión causada y extendida por esa misma desigualdad. No se trata de buenas intenciones ni de consideraciones moralizantes, sino de afrontar una situación de crisis sin sembrar de cadáveres el camino, por la sencilla razón de que esa siembra solo podrá conducir a la destrucción de una empresa común con la que todos sus miembros se sientan comprometidos. Claro está que para eso es obligado acabar con la enorme desigualdad de las retribuciones, porque de otra forma las políticas que nos han llevado al abismo funcionarán muy bien, como escribe Krugman, para unas pocas personas situadas en lo más alto, pero, habría que añadir, condenarán a la desesperación a todos los demás.

Todavía quedamos por aquí algunos testigos de aquella España siniestra y miserable que arrastró durante décadas brutales desigualdades sociales, exorbitantes privilegios al lado de inmensas barriadas de chabolas. El camino que hemos recorrido desde entonces en la reducción absoluta y relativa de los niveles de desigualdad se está revirtiendo bajo nuestras impotentes miradas: ganancias millonarias con más del 21% de la población malviviendo por debajo del nivel de pobreza, más de cinco millones de parados, y con decenas de miles de despedidos de los empleos, a los que han dedicado lo mejor de sus vidas, sin más compensación que 20 días de salario por 12 meses de trabajo y un horizonte cerrado: tales son algunas dimensiones del desastre.

Cuando, a raíz de la caída del muro de Berlín y del inmediato hundimiento del comunismo, se puso otra vez de moda repetir que la división izquierda derecha había terminado, Norberto Bobbio publicó un opúsculo en el que indagaba sobre las razones y los significados de esa secular distinción política. Allí escribía que el criterio más frecuente para distinguir la izquierda de la derecha era el de “la diferente actitud que asumen los hombres que viven en sociedad frente al ideal de la igualdad”. Favorecer las políticas que tienden a convertir en más iguales a los desiguales, como la defensa de los derechos sociales —derecho a la educación, al trabajo, a la salud—, era la expresión práctica de esa actitud que la socialdemocracia convirtió en política de Estado. A ella ha debido nuestra sociedad lo mejor de los últimos 35 años. Es lástima que a quienes vimos nacer y robustecerse esa política no nos quede más futuro que contemplar su ruina.

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