¡POLITICOS
DEL MUNDO, UNÍOS!
En algún momento escuché una anécdota,
seguramente apócrifa, sobre don José de Echegaray, nuestro primer Nobel de
literatura. Al parecer Echegaray solía pasar por un taller en el que había un
mecánico muy aficionado al teatro, que un día le entregó una obra que había
escrito él mismo. Al llegar a su casa Echegaray se dispuso a leer lo que había
imaginado sería un drama social sobre la vida de los trabajadores de comienzos
del siglo XX. Sin embargo encontró que la obra del mecánico comenzaba: «Acto
Primero. Escena Primera. En el salón de los condes de Villamediana». Echegaray
se preguntó: «¿cuándo habrá estado este hombre en el salón de unos condes?», y
dejó de leer.
Hace unos días tomé un taxi en la puerta
del Congreso de los Diputados. Así que después de un montón de horas de pleno y
de una reunión de comisión, y mientras trataba de no perder un avión, tuve la
oportunidad de que el taxista me explicara la situación del «mundo real». Como
le ocurrió a Echegaray, aquel hombre no me habló de su vida vivida, sino de lo
que ha escuchado en las tertulias radiofónicas durante sus largas jornadas al
volante. Unas tertulias en las que, en lugar de especialistas en los temas, las
más de las veces hay políticos de salón que disparan con palabras de fogueo que
a nada los comprometen y de nada los responsabilizan. No dejé de escucharlo.
Aquel hombre tenía una solución sencilla
para los graves problemas del país: que todos los políticos nos unamos. Algunos
aspirantes a tecnócratas también nos llaman estos días a un gobierno de
concentración. No creo que la unidad, por sí sola, resuelva nada; aunque puede
ayudar. Es una idea que debe considerarse con prudencia, porque detrás de la
patriótica petición de unidad suele esconderse la nada patriótica intención de
acabar con la política, es decir, con la democracia y la libertad.
Sin embargo, es cierto que, en
situaciones muy excepcionales, un gobierno de concentración puede ayudar.
Siempre con dos condiciones: que los sacrificios se distribuyan con justicia y
que la unidad no signifique un pacto de silencio sobre los errores del pasado.
Nuestras élites arbitristas deben comprender que difícilmente podremos unirnos
los representantes entre nosotros, si con nuestros acuerdos no unimos también a
nuestros representados, y eso no es tan fácil.
No es fácil porque unos representamos a
quienes con sus impuestos y sus votos hicieron los colegios y los hospitales, y
queremos preservar ese patrimonio común; y otros representan a quienes dicen
que la enseñanza y la sanidad públicas son insostenibles y que hay que
privatizarlas, que ya ellos conocen a quienes pueden comprarlas. La unidad
exige que todos renunciemos a algo, y es ahí donde empiezan los problemas, pues
en nuestro país algunos ya no tienen prácticamente nada a lo que renunciar, y otros
no quieren renunciar a nada. Así son las cosas en la vida real.
PUBLICADO EN DIARIO SUR
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