De siempre hemos tenido problemas a la
hora de evaluar lo que ocurre con nuestros movimientos sociales. A duras penas
esos problemas podían faltar en el caso del 15-M. Por momentos parece que se ha
extendido, con respecto a este último, un pesimismo sin límites que no aprecia
otra cosa sino un permanente declive. En la gestación de ese estado de ánimo se
dan cita, por una parte, los pesimistas ‘internos’ –aquellos que no ven sino
rasgos negativos en el movimiento— y, por otra, los ecos de lo que cuentan los
medios de incomunicación del sistema.
A esos medios que acabo de mencionar
sólo les interesa el 15-M cuando hay algo gordo de por medio. Le prestan
atención, las más de las veces amañada, a los episodios en lo que se revela –o
eso dicen— algún tipo de violencia y procuran acompañar, por citar otro
ejemplo, macromanifestaciones como las registradas el 19 de junio o el 15 de
octubre del año pasado. Nada quieren saber, en cambio, del terreno en el que en
los hechos se dirimen la realidad y el futuro del 15-M: el del trabajo
cotidiano, a menudo sórdido y poco vistoso, de un movimiento que
afortunadamente permanece vivo y activo. Cuando se asume esa tarea que los
medios prefieren esquivar, la imagen del 15-M no invita precisamente al
pesimismo. El movimiento está ahí, su presencia y sus iniciativas son
constantes, no ha perdido un ápice de radicalidad contestataria, ha propiciado
el asentamiento de una nueva identidad crítica y sigue dejando bien a las claras
que algo ha cambiado, y para bien, en la cabeza de mucha gente.
Nada de lo anterior significa, claro,
que falten los problemas. Al margen de reyertas internas que siempre están ahí,
me permito identificar uno de ellos, que guarda una relación estrecha –dicho
sea de paso— con los criterios de evaluación de lo que ocurre con el
movimiento: aunque muchas gentes dicen simpatizar con este último, lo común es
que no den el paso de sumarse a asambleas, campañas e iniciativas. Pese a ello,
lo suyo es subrayar que el panorama resulta claramente preferible al que se
hacía valer el 14 de mayo del año pasado. Si bien es verdad que la asistencia a
las asambleas de barrio ha menguado sensiblemente, no lo es menos que hoy –y me
remito al ejemplo, creo que generalizable, de Madrid— disponemos de una tupida
red de organizaciones locales del 15-M que le siguen dando un aire distinto a
una ciudad tradicionalmente adormecida en el terreno social y reivindicativo.
Me permito agregar dos comentarios sobre
materias afines. El primero lo es sobre algo que escucho con frecuencia en las
asambleas del 15-M, o en sus aledaños: la idea de que hay que pujar por
convertir el movimiento en un partido político. Me parece que en muchos surge
de la intuición, poco fundamentada, de que la aparente crisis del movimiento
–ya he señalado que a mi entender no hay tal— exigiría medidas eficacistas como
la encaminada a dotarlo de una estructura convencional. Aunque no dudo de la
buena intención de quienes preconizan eso, creo firmemente que semejante
perspectiva sería el final del 15-M, una traición a buena parte de las razones
que justifican su existencia y un procedimiento de integración rápida en el
sistema. Hace unos meses una colega me preguntó si pensaba que existía algún
riesgo de ilegalización del movimiento. Le respondí que era imposible legalizar
lo que, por fortuna, no es legal en su orgullosa reivindicación de la asamblea,
de la autogestión y de la ausencia de representaciones y liderazgos.
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