PREGUNTAS SOBRE EL DECRECIMIENTO
El
del decrecimiento no es un proyecto que sustituya a todo lo que el conjunto de
luchas contra el capitalismo ha supuesto desde mucho tiempo atrás: es, antes
bien, una perspectiva que permite abrir un nuevo frente de contestación del
capitalismo imperante. En ese sentido parece razonable afirmar que en el Norte
desarrollado de principios del siglo XXI no es imaginable ningún proyecto anticapitalista
consecuente que no sea al mismo tiempo decrecimentalista, autogestionario y
antipatriarcal.
La
visión dominante en las sociedades opulentas sugiere que el crecimiento
económico es la panacea que resuelve todos los males. A su amparo -se nos dice-
la cohesión social se asienta, los servicios públicos se mantienen, y el
desempleo y la desigualdad no ganan terreno.
Son
tres los pilares en los que se sustenta tanta irracionalidad:
•
El primero es la publicidad, que nos obliga a comprar lo que no necesitamos y,
llegado el caso, exige que adquiramos, incluso, lo que nos repugna.
•
El segundo es el crédito, que históricamente ha permitido allegar el dinero que
permitía preservar el consumo aún en ausencia de recursos.
•
El tercero es la caducidad de los bienes producidos, claramente programados
para que en un período de tiempo breve dejen de funcionar, de tal suerte que
nos veamos en la obligación de comprar otros nuevos.
3.
¿Debemos fiarnos de los indicadores económicos que hoy empleamos?
Los
indicadores económicos que nos vemos obligados a utilizar -así, el producto
interior bruto (PIB) y afines- han permitido afianzar, en palabras de J.K.
Galbraith, “una de las formas de mentira social más extendidas”. Pensemos que
si un país retribuye al 10% de sus habitantes por destruir bienes, hacer socavones
en las carreteras, dañar los vehículos, et y a otro 10% por reparar esas
carreteras y vehículos, tendrá el mismo PIB que un país en el que el 20% de los
empleos se consagre a mejorar la esperanza de vida, la salud, la educación y el
ocio.
Son
muchas, sí. Hay que preguntarse, por ejemplo, si no es cierto que en la mayoría
de las sociedades occidentales se vivía mejor en el decenio de 1960 que ahora:
el número de desempleados era sensiblemente menor, la criminalidad mucho más
baja, las hospitalizaciones por enfermedades mentales se hallaban a años luz de
las actuales, los suicidios eran infrecuentes y el consumo de drogas escaso. En
EE.UU., donde la renta per cápita se ha triplicado desde el final de la segunda
guerra mundial, desde 1960 se reduce, sin embargo, el porcentaje de ciudadanos
que declaran sentirse satisfechos. En 2005 un 49% de los norteamericanos
estimaba que la felicidad se hallaba en retroceso, frente a un 26% que
consideraba lo contrario.
En
los países ricos hay que reducir la producción y el consumo porque vivimos por
encima de nuestras posibilidades, porque es urgente cortar emisiones que dañan
peligrosamente el medio y porque empiezan a faltar materias primas vitales. “El
único programa que necesitamos se resume en una palabra: menos. Menos trabajo, menos
energía, menos materias primas” (B. Grillo).
Los
dirigentes políticos, marcados por un irrefrenable cortoplacismo electoral, prefieren
dar la espalda a todos estos problemas. De resultas, y en palabras de C.
Castoriadis, “quienes preconizan un cambio radical de la estructura política y
social, pasan por ser incorregibles utopistas, mientras que los que no son
capaces de razonar a dos años vista son, naturalmente, realistas”. Todo pensamiento
radical y contestatario es tildado inmediatamente de extremista y violento,
además de patológico.
A
buen seguro que no es suficiente con acometer reducciones en los niveles de
producción y de consumo. Es preciso reorganizar en paralelo nuestras sociedades
sobre la base de otros valores que reclamen el triunfo de la vida social, del
altruismo y de la redistribución de los recursos frente a la propiedad y al
consumo ilimitado. Los verbos que hoy rigen nuestra vida cotidiana son
‘tenerhacer- ser’: si tengo esto o aquello, entonces haré esto y seré feliz. Hay
que reivindicar, en paralelo, el ocio frente al trabajo obsesivo. O, lo que es
casi lo mismo, frente al “más deprisa, más lejos, más a menudo y menos caro”
hay que contraponer el “más despacio, menos lejos, menos a menudo y más caro”
(Y. Cochet). Debe apostarse, también, por el reparto del trabajo, una vieja
práctica sindical que, por desgracia, fue cayendo en el olvido con el paso del
tiempo.
Los
valores que acabamos de reseñar no faltan, en modo alguno, en la organización
de las sociedades humanas. Así lo demuestran, al menos, cuatro ejemplos
importantes. Si el primero nos recuerda que las prácticas correspondientes
tienen una honda presencia en muchas de las tradiciones del movimiento obrero
-y en particular, bien es cierto, en las vinculadas con el mundo libertario -,
la segunda subraya que en una institución central en muchas sociedades, la familia,
impera antes la lógica del don y de la reciprocidad que la de la mercancía.
Hablando
en plata, lo primero que las sociedades opulentas deben tomar en consideración
es la conveniencia de cerrar -o al menos de reducir sensiblemente la actividad
correspondiente- muchos de los complejos fabriles hoy existentes. Estamos
pensando, cómo no, en la industria militar, en la automovilística, en la de la
aviación o en buena parte de la de la construcción. Los millones de
trabajadores que, de resultas, perderían sus empleos deberían encontrar acomodo
a través de dos grandes cauces. Si el primero lo aportaría el desarrollo
ingente de actividades en los ámbitos relacionados con la satisfacción de las
necesidades sociales y medioambientales, el segundo llegaría de la mano del
reparto del trabajo en los sectores económicos tradicionales que sobrevivirían.
Importa
subrayar que en este caso la reducción de la jornada laboral bien podría llevar
aparejada, por qué no, reducciones salariales, siempre y cuando éstas, claro,
no lo fueran en provecho de los beneficios empresariales. Al fin y al cabo, la
ganancia de nivel de vida que se derivaría de trabajar menos, y de disfrutar de
mejores servicios sociales y de un entorno más limpio y menos agresivo, se sumaría
a la derivada de la asunción plena de la conveniencia de consumir, también,
menos, con la consiguiente reducción de necesidades en lo que a ingresos se
refiere. No es preciso agregar - parece- que las reducciones salariales que nos
ocupan no afectarían, naturalmente, a quienes menos tienen.
Parece
evidente que el decrecimiento no implica en modo alguno, para la mayoría de los
habitantes, un entorno de deterioro de sus condiciones de vida. Antes bien,
debe acarrear mejoras sustanciales como las vinculadas con la redistribución de
los recursos; la creación de nuevos sectores que atiendan las necesidades insatisfechas;
la preservación del medio ambiente, el bienestar de las generaciones futuras,
la salud de los ciudadanos y las condiciones del trabajo asalariado, o el
crecimiento relacional en sociedades en las que el tiempo de trabajo se
reducirá sensiblemente.
Los
argumentos vertidos contra el decrecimiento parecen poco relevantes. Se ha
señalado, por ejemplo, y contra toda razón, que la propuesta se emite desde el
Norte para que sean los países del Sur los que decrezcan materialmente. También
se ha sugerido que el decrecimiento es antidemocrático, en franco olvido de que
los regímenes que se ha dado en describir como totalitarios nunca han buscado,
por razones obvias, reducir sus capacidades militarindustriales.
Más
bien parece que, muy al contrario, el decrecimiento, de la mano de la
autosuficiencia y de la simplicidad voluntaria, bebe de una filosofía no
violenta y antiautoritaria. La propuesta que nos interesa no remite, por otra
parte, a una postura religiosa que reclama una renuncia a los placeres de la
vida: reivindica, antes bien, una clara recuperación de éstos en un escenario
marcado, eso sí, por el rechazo de los oropeles del consumo irracional.
12.
¿También deben decrecer los países pobres?
Aunque,
con certeza, el debate sobre el decrecimiento tiene un sentido distinto en los
países pobres -está fuera de lugar reclamar reducciones en la producción y el
consumo en una sociedad que cuenta con una renta per cápita treinta veces
inferior a la nuestra -, parece claro que aquéllos no deben repetir lo hecho
por los países del Norte. No se olvide, en paralelo, que una apuesta planetaria
por el decrecimiento, que acarrearía por necesidad un ambicioso programa de
redistribución, no tendría, por lo demás, efectos notables en términos de
consumo convencional en el Sur. Para esos países se impone, en la percepción de
S. Latouche, un listado diferente de ‘re’: romper con la dependencia económica
y cultural con respecto al Norte, reanudar el hilo de una historia interrumpida
por la colonización, el desarrollo y la globalización, rencontrar la identidad
propia, reapropiar ésta, recuperar las técnicas y saberes tradicionales,
conseguir el rembolso de la deuda ecológica y restituir el honor perdido.
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