LA
MALDITA CRISIS
Rosario habla mientras hace el gesto de
limpiarse las lágrimas que le corren por la cara. No hace falta. Ya no derrama
ni una. Se lamenta amargamente, la voz se le quiebra, pero su ojos están secos,
exhaustos de llorar durante un mes. Juguetea con la alianza en el anular de su
mano izquierda. Acaricia una tarjeta de felicitación en la que puede leerse ‘te
amo (...) estoy loco por tus huesos’.
Pliega con veneración un mantel viejo y manchado,
pero con un mensaje garabateado a rotulador que el tiempo insiste en borrar y
que ella mantiene vivo en la memoria:_«Hola, mi amor. Te quiero mucho». Son sus
tesoros, las armas con las que Rosario lucha para no olvidar a Joaquín. Sonríe
cuando recuerda que ni 28 años de matrimonio habían cambiado su costumbre de ir
a todas partes de la mano. Que él le diera solícito «un masajito» cuando ella
se quejaba de la espalda. Que la llevara siempre en bandeja de plata. Hasta que
el maldito paro tumbó a este albañil de 45 años. Compartían hasta la misma
edad. «La maldita crisis ha matado a mi marido. Se ha llevado a un hombre
bueno, honrado y trabajador», solloza Rosario.
Llevaba dos años sin nada, dos años que
le robaron la autoestima. Otra vida sepultada bajo el derrumbe del sector de la
construcción. Él no pedía nada más (y nada menos) que un trabajo en un país
donde 4,7 millones de personas ya hacen cola en el INEM. Tocó infinidad de
puertas. «Era oficial de primera, con 25 años de experiencia, pero echaba
currículos hasta de peón. Para arreglar jardines, barrer, lo que fuera...»,
enumera Rosario. Nada. En su último intento le dijeron que era demasiado mayor.
Y_a él le avergonzaba hasta cobrar el subsidio del paro. «Decía que ese dinero
se lo dieran a otro, que él quería el trabajo que fuera, que no le importaba
cobrar menos».
El 3 de abril algo se rompió dentro de
él, en el interior de un hombre en cuyo vocabulario no existía la palabra
depresión, sin un solo antecedente de problemas psicológicos y con un espíritu
vitalista sin fisuras. Hasta entonces. Una semana antes había ido al banco a
intentar renegociar la cuota de la hipoteca. Le iban a quedar 400 euros de
subsidio después de agotar el paro y debía pagar 500 al mes por su vivienda,
una casa que se había reformado con sus propias manos, en un edificio
destartalado que lleva más de medio siglo en pie, y sobre la que aún pesa una
deuda de 90.000 euros. El banco no dio su brazo a torcer. Y Joaquín no pudo aguantar
más el pulso de la vida.
Ese día Rosario volvía de su trabajo
como limpiadora. Un alivio de 100 eurillos para la maltrecha economía familiar.
Entró en la cocina. Y_allí estaba, tirado en el suelo, con la comida aún en el
fuego y una soga al cuello. «Pensé que me estaba gastando una broma». Por desgracia,
no. Juan Carlos se había ahorcado.
Ella todavía se asoma a la ventana del
piso de alquiler de su hija, en Valencia, con la esperanza de verle cruzar la
calle. Se ha ido a vivir con ella. No puede volver a pisar la casa en la que se
suicidó. «Me volvería loca». También ha vendido el coche, incapaz de sentarse
en su asiento. Por el piso corretea Adriana, su nieta de un año. Su yerno Pedro
aprieta los dientes. En diciembre se le acaba el paro. Malos recuerdos. A su
hija Vanessa, de 24 años, el contrato le vence en dos meses. Desde un
portarretratos, un niño observa serio. El otro nieto de Joaquín, de cuatro
años, el mismo que hoy pregunta por qué su abuelo ya no le lleva a pescar. «Se
ha ido a aquella estrella», lo consuelan sus padres. Rosario aún palpa el otro
lado de la cama en busca de su marido. Y la culpa y la impotencia la
corroen._«¿Por qué no me di cuenta? Una vez me dijo: ‘Cariño, ¿soy
imprescindible?’. Pero quién iba a pensar en esto... ¿Por qué no me di cuenta,
por qué?».
No falta en esta historia el muro de
silencio y tabú que suele rodear a los suicidios. «El silencio que envuelve al
suicidio arranca de su consideración histórica como maldito, como pecado y
hasta como delito», señala el sociólogo Juan Carlos Pérez, autor del libro ‘La
mirada del suicida’. Sabe de lo que se habla. Su padre se quitó la vida.
Rosario acepta contar su tragedia, pero sin que aparezca su rostro en las
fotografías, ni sus apellidos ni su lugar exacto de residencia. El miedo al
estigma social. Pero a Rosario no le faltan ganas de luchar. La semana pasada
entró en directo en ‘Protagonistas’, de Punto Radio, para narrar su drama. Y en
casa de su hija redobla el mensaje: «Quiero lanzar una llamada de atención a
quien pueda arreglar esto, gritar al mundo que la maldita crisis se está
llevando a mucha gente. Estas cosas ocurren, aunque parece que se quieran
tapar». Rosario no entiende de déficit, deudas o primas de riesgo. «La crisis
es esto. Y alguien tiene que remediarlo».
Las viudas salen a la calle
La crisis mata. Es lo que constatan
Rosario y el cruel final de Joaquín. No solo en Italia, donde cada día se
quitan la vida un pequeño empresario y un asalariado por la asfixia económica,
según ha admitido el propio primer ministro, Mario Monti, y donde han gritado
este mismo viernes un centenar de personas en la manifestación convocada en
Bolonia por las ‘viudas de la crisis’. No solo en Grecia, donde a diario se
suicidan cinco ciudadanos empujados por la crisis, 1.275 en dos años. No solo
en Irlanda, donde el Gobierno acalla las cifras y solo da el porcentaje de
aumento: un 16% en el último ejercicio. El monstruo del desempleo, los
desahucios y los impagos también se cobra vidas en España.
Aunque la ‘guerra’ de cifras no ayuda a
trazar una radiografía clara. El coordinador de Izquierda Unida ha pedido esta
semana al Gobierno una estadística fiable sobre los suicidios. Cayo Lara afirma
que están aumentando «por la desesperación y la desintegración social». Si
echamos mano del Instituto Nacional de Estadística, en 2010 (último balance
disponible y ni siquiera confirmado, al haber casos pendientes de dictamen
judicial) se suicidaron 3.158 personas en nuestro país (2.456 hombres y 689
mujeres). Menos que los 3.421 de 2008, cuando la cifra superó por primera vez
los muertos en accidente de tráfico, pero muchos más que los 2.598 de 1988.
Y si hacemos caso a los datos que
manejan los expertos, la alarma se dispara. Según Alfredo Caldedo,
vicepresidente de la Sociedad Española de Psiquiatría Legal, cada año se quitan
la vida 4.500 personas. «La falta de recursos impide el seguimiento adecuado de
los casos. Hace falta más atención psicológica, más asistencia domiciliaria e
incluso redencias para personas con riesgo». Solo entre 2007 y 2009, con el
monstruo aún a gatas, el consumo de ansiolíticos y tranquilizantes aumentó un
8% en España, según la farmacéutica Pfizer; la crisis ha incrementado un 15%
las consultas psiquiátricas por depresión y ansiedad; y, a juicio de la
Universidad de Oxford, cada vez que el paro sube un 1%, los suicidios se
incrementan un 0,8%. Y España, líder de desempleo de Europa, sigue con la soga
al cuello...
La crisis pudo más que la pasión de
Joaquín por la naturaleza, más que su afición a recoger robellones, espárragos
y caracoles, y más que su gusto por la cocina. Acabó temiendo más a la vida que
a la muerte. «Le superó», sentencia con amargura Rosario. Mira a su nieta
Adriana, que balbucea ausente. Escucha a su yerno maldecir a la tele «por
narcotizar a la gente» mientras en la pantalla desfilan los fulanos de turno de
la última casa de Guadalix. Consuela a su hija cuando recuerda cómo ofreció a
su padre una ayuda económica que ni ella tenía. «Le hubiera dado todo. Él me lo
dio todo...». Y_Rosario invita a luchar a todo el que esté en el fondo del
pozo. «Él se ha ido y nos ha dejado aquí a mí, a mis hijas y a mis nietos. No
se ha arreglado nada. A quien esté en esta situación, que piense en todo lo que
tiene. Su familia, su vida...».
A determinadas personas se les nubla la
mente cuando ven en su muerte una salida económica para los que le rodean. «Los
seguros de vida están alerta por si aumenta el número de suicidios y hay que
variar las condiciones de cobertura», admite un corredor de seguros de Granada
con treinta años de experiencia. Porque las pólizas cubren este tipo de muerte
si se ha cumplido ya un año del pago de la misma. «Y sí que hemos notado un
aumento de los accidentes de tráfico mortales». Algunos de ellos son lo que los
expertos llaman ‘suicidios blancos’, percances ‘voluntarios’ imposibles de
demostrar. La indemnización raramente supera los 40.000 euros. Pero el corredor
aún recuerda el caso de un gestor de Granada. Llamó a su hermano para
anunciarle que se iba a suicidar y se voló la tapa de los sesos. La póliza dejó
a los suyos 100 millones de pesetas.
Desencadenante
Ni esa fortuna hubiera consolado el
llanto sin lágrimas de Rosario. «¿Y qué más da el dinero y el trabajo? Yo no
quiero ni la pensión de viudedad. Solo quiero lo que ya nadie me puede dar: a
mi marido». Todavía se sorprende mirando el reloj... para ver si Joaquín vuelve
tarde a casa. Su hombre desde los 17 años, «¡cuando me dejó embarazada para que
me casara con él!», sonríe con pena Rosario. Ha adelgazado tres kilos en veinte
días. «No sé si ahora le gustaría más, le encantaban mis carnes...», musita.
Los expertos calculan que por cada
persona que se suicida hay otras seis víctimas: sus seres queridos. Un millón
de personas se quitan la vida cada año en el mundo, una cada 40 segundos. Más
muertes que por asesinatos, accidentes de tráfico o laborales. La Organización
Mundial de la Salud recomienda hablar de los suicidios, no enmudecerlos, como
forma de combatirlos. El silencio es un feroz enemigo. El 40% de las personas
que acaban con su vida nunca han sido diagnosticadas por un especialista. «Un
suicidio es, en parte, un fracaso colectivo de la sociedad», precisa Sergio
González Ausina, periodista autor del blog ‘Última carta’, con el que intenta
averiguar qué llevó a su tío a arrojarse al paso de un tren.
Los psiquiatras se resisten a poner la
etiqueta de ‘por la crisis’ a los suicidios, aunque sea el desencadenante. La
mitad de las víctimas sufren problemas mentales. ¿Se hubieran quitado la vida
igual sin apreturas económicas? «El suicidio no se puede achacar a una sola
causa», advierte Javier Jiménez, presidente de la Asociación de Investigación y
Prevención del Suicidio. En algo sí están todos de acuerdo: no soluciona nada,
lo empeora. Rosario asiente en medio de otro llanto seco, mudo: «El 3 de abril
será siempre el peor día de mi vida».
PUBLICADO EN DIARIO SUR
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