Sé que os dije que hoy viernes iba a
escribir la segunda parte del post de Mi no spik inglis, que tanta polémica ha
suscitado, a tenor de los comentarios que estáis dejando. Pero dejad que me
retrase un poco, porque hay una imagen que no me puedo quitar de la cabeza
desde hace unos días, y que quiero compartir con vosotros.
Es el atropello mortal, con fuga, a un grupo
de ciclistas en Mallorca (aquí tenéis el vídeo). Luego se supo que los autores
eran dos policías que, además, superaban los límites de alcoholemia. En el
siniestro murió una turista alemana. Y la imagen que no puedo quitarme de la cabeza
es la de su marido, tendido en la cuneta, acariciando la cabeza de su mujer
fallecida. No vemos su cara, ni tampoco el cadáver, cubierto con la manta
térmica. Pero intuimos el dolor del hombre, entrevemos el gesto de su brazo
mientras acaricia a su mujer, que hace apenas unos minutos estaba con vida.
Parece estar despidiéndose de ella. Allí, en una cuneta de un país que estaban
visitando por vacaciones.
A
menudo oigo por ahí que los periodistas somos unas personas frías, que de tanto
contar desgracias (¿por qué sólo contáis desgracias? es otra de las preguntas
que siempre nos hacen) nos volvemos de acero.
Algo de eso hay, o al menos a mí me
pasa: mientras estás en el fragor de la batalla informativa necesitas algo que
te "proteja" de todo el dolor que estás contando. Yo lo comparo, con
todos mis respetos, con el trabajo de un cirujano: mientras está operando tiene
que dejar a un lado las emociones para así poder centrarse en salvar la vida
del paciente.
Nosotros no salvamos vidas, pero cada
día nos toca contar muchas noticias tristes. Y necesitamos hacerlo con temple:
emocionados pero sin que se nos salten las lágrimas en directo. Nuestro trabajo
es contaros lo que pasa. Ya lloraremos luego, cuando terminemos.
Los atentados de Madrid del 11 de Marzo de
2004 son un buen ejemplo. Pocos minutos antes de las 8 de la mañana empezaron a
llegar informaciones a la redacción de que algo estaba pasando cerca de Atocha.
Enseguida nos llamó Vicente Vallés, subdirector de informativos, que vivía
entonces junto a las vías donde explotaron dos de los trenes, y que nos contó
al detalle lo que estaba viendo desde su ventana.
Desde ese momento, y hasta las tres de
la madrugada (¡19 horas!) estuvimos trabajando sin parar. Sin tiempo ni para
dar un bocado. Recuerdo llegar a casa, darme una ducha rápida y dormir tres
horas. Luego, de nuevo, a la redacción. Me senté en mi sitio y abrí los
periódicos. Casi todas las imágenes las habíamos visto ya. Pero ésta no. La de
este chico apoyado en un árbol, con la cara sangrando, el ojo hinchado y el
móvil en la mano, intentando quizá llamar a casa para decir que estaba bien. Y
entonces lloré. La tensión de 24 horas casi ininterrumpidas de trabajo se
desbordó con la fotografía de este chico, como si en él se personalizara la
tragedia colectiva que estaban viviendo 192 familias en Madrid.
Luego pregunté a otros colegas y a muchos les
había pasado lo mismo. La emoción, la tristeza inmensa, la pena inconsolable
llegaron al día siguiente, cuando dejamos que el motor periodístico desconectara
del "tenemos que contarlo, hay que sacar ésto adelante".
Así que sí. Los periodistas también lloramos.
Aunque no lo parezca.
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