CHAVES
NOGALES, QUE ESTABA ALLÍ
A fuerza de apelar a la palabra
“memoria” casi hemos desterrado la otra más trabajosa, “historia”. La palabra
“memoria” tiene mucho de sentimental, y está bien que así sea, está relacionada
con el recuerdo azaroso de la mente humana, con lo que la memoria de cada uno
astutamente clasifica en olvidos y recuerdos. También con el homenaje íntimo
que rendimos a nuestros familiares, o en el tributo colectivo que dedicamos a
los que dejaron algo memorable tras su marcha. No soy de las que abominan de lo
sentimental. Al contrario. En España se suele confundir lo sentimental con el
sentimentalismo y los creadores de ficción se esfuerzan en ser ásperos para que
no se les tache de cursis. Pero puede ocurrir, como creo que de hecho ha
ocurrido, que ese componente sentimental, tan de agradecer en los cuentos y en
las películas, inunde como un tsunami la idea que se tiene de ciertos periodos
históricos y que ya no importe lo que sucedió de verdad sino lo que cada uno de
nosotros sienta y opine.
La opinión, en estos tiempos, se ha
convertido en una cosa sagrada. Tan sagrada que ese opinador implacable que ha
brotado de cada español se permite despreciar los datos que ignora o los libros
que no ha leído o el juicio de los estudiosos para proclamar a los cuatro
vientos que a él ningún puñetero historiador le va a mover un centímetro de lo
que piensa. De esta manera, por ejemplo, se cumple el aniversario de la muerte
de García Lorca y el comunista lo quiere convertir en comunista, el ácrata en
ácrata, el gay militante en símbolo gay. Y todos parecen estar más interesados
en llevarse al poeta a su terreno que en leer los reveladores libros que se han
escrito sobre él o en escuchar su verdadera voz, sin permitir que una empecinada
creencia la intoxique.
La memoria sentimental ha mitificado
nuestra Guerra Civil hasta convertirla en el argumento de moda con el que se
nutren novelas y películas, pero dudo mucho que nos haya hecho admirar más el
trabajo callado y lento de los estudiosos. Parece superficial hablar de modas
al referirse a un periodo tan trágico, pero hay que asumir que de moda está,
porque los mismos que hoy la consideran un tema urgente hace dos décadas
estaban a otras cosas, y esos mismos serán los que en diez años, con un olfato
canino para detectar tendencias, la dejarán caer caprichosamente y a otra cosa
mariposa.
La guerra se usa hoy como arma de
discordia, y lo que al final consigue tanto memorioso apasionado es que
olvidemos que hace ya tiempo que estábamos bastante reconciliados. Yo busco
voces mesuradas en medio de tanto griterío, voces que en vez de animar y
excusar las actitudes violentas apelen al análisis racional y alerten contra
las opiniones que no mejoran sino empeoran un ambiente confuso y crispado. Así
fue la voz del periodista Manuel Chaves Nogales en los años treinta, cuando
dirigía el periódico Ahora y apoyaba con firmeza a la República sin dejarse
tentar por las corrientes totalitarias que asolaban Europa. Chaves Nogales es
el periodista que algunos quisiéramos leer ahora, los que sentimos la necesidad
casi física de encontrar en la prensa una voz verdadera, sensata, ni pomposa ni
simple, que no se deje llevar por discursos mitineros que se convierten en el
alimento de un lector hambriento de sectarismo, que solo espera que alguien
pase a limpio su bendita opinión. Chaves Nogales estuvo muchas veces en contra
de sus lectores. Defendió activamente la República ante todo aquel que, cegado
por una ideología absoluta, quisiera cargársela. Como suele ocurrir con los
liberales españoles acabó en el exilio. No se puede decir que muriera
fracasado, porque era un hombre alegre y vital que consiguió montar un pequeño
periódico en Francia y, cuando esta fue ocupada por los alemanes, una agencia
de noticias en Inglaterra.
Sigo su rastro desde hace tiempo. Las
palabras que le han dedicado Trapiello, Espada o Muñoz Molina me lo
descubrieron y me convirtieron en lectora de su Belmonte, su Juan Martínez o de
ese prólogo de A sangre y fuego, que corta el aliento por no haber nada que lo
supere en cuanto a análisis en tiempo presente del disparate que estaba
ocurriendo. Pero detrás del redescubrimiento total de este periodista moderno,
tanto en estilo como en pensamiento, es imposible no citar el trabajo callado,
de hormiga, de la profesora María Isabel Cintas que, buscando tema para su
tesis doctoral, encontró un tesoro en este periodista sevillano que había
escrito la biografía del torero Belmonte y de Juan Martínez, un flamenco que
fue testigo por accidente de la revolución rusa. La profesora Cintas ha
dedicado años a rastrear la existencia de un hombre apasionado en su oficio y
ecuánime en sus ideas políticas. Sus restos reposan entre dos lápidas en un
cementerio inglés. Puede que algún día alguien tenga la iniciativa de grabar
sobre piedra el nombre y los años entre los que transcurrió la peripecia vital
de un hombre que dedicó gran parte de su tarea periodística a advertir a sus
compatriotas de los peligros del enconamiento y el totalitarismo. De momento,
una profesora sevillana ha hecho mucho por rescatar una vida que se lee, como
dicen aquellos que no le tienen mucha fe al género biográfico, como una novela.
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