UNA
VERDAD INCOMPLETA
Desde hace algún tiempo cada vez es más
frecuente oír a ciertos tertulianos, periodistas, comentaristas políticos e incluso sesudos
intelectuales, que tanto Benito Mussolini como Adolfo Hitler llegaron al poder
a través de consultas electorales y gracias a los mecanismos de la democracia
parlamentaria, lo cual, para un historiador riguroso, es, cuando menos, no del
todo exacto y preciso.
Inmediatamente después de la enorme
presión ejercida con la Marcha sobre Roma de los fascistas italianos, el rey
Víctor Manuel III le confía a Mussolini la formación de un nuevo Gobierno el 29
de octubre de 1922, vulnerando así claramente las disposiciones
constitucionales vigentes y haciendo caso omiso al primer ministro Luigi Facta,
que demandaba la instauración del estado de sitio. El 25 de noviembre, la
Cámara le otorga a Mussolini plenos poderes, de tal modo que cuando se celebran
las elecciones de abril de 1924 que confieren una amplia mayoría al Partido
Fascista, eso se debe, además de a la brutal intimidación de los matones
fascistas, al cambio de la Ley Electoral llevado a cabo en su propio beneficio
sin pérdida de tiempo por los enemigos acérrimos de la democracia
parlamentaria. El resto es bien sabido. Es decir, las mencionadas elecciones de
abril son en buena medida el resultado de una decisión real profundamente
errónea, por mucho que para disculparla se invoque el apoyo a la misma del
mundo de las altas finanzas, de los grandes industriales y de los
terratenientes, que temían, quizás con fundadas razones, el triunfo de una
Revolución en Italia inspirada en la bolchevique.
En cuanto al ascenso de Hitler a la
Cancillería el 30 de abril de 1933, además de las imprescindibles biografías de
Alan Bullock, Joachim Fest y Ian Kershaw, habría que conocer la sólida investigación
de Henry Ashby Turner, en la que aduce suficientes pruebas de que lo que se
urdió entre el comienzo de la Navidad de 1932 y aquella fatídica fecha fue una
conspiración palaciega, aprovechando la debilidad y senilidad del Presidente
Paul von Hindenburg, maniobra propiciada principalmente por el ex canciller
Franz von Papen, el hijo del Presidente, Oskar, y el Secretario de Estado, Otto
Meissner. Incluso un hombre tan autoritario como el general Kurt von
Schleicher, canciller en ese mes crucial, se opuso con todas sus fuerzas al
tenebroso nombramiento (Hitler se vengaría de ello sin piedad ordenando su
asesinato y el de su mujer en la llamada «Noche de los cuchillos largos»,
ocurrida entre el 30 de junio y el 2 de julio de 1934). También recae una alta
responsabilidad en ese contubernio en Alfred Hugenberg, líder del derechista
Partido Nacional del Pueblo Alemán. En las elecciones al Reichstag de junio de
1932, el Partido Nazi obtiene el 37’4 % de los votos y 230 escaños, mientras
que en las de noviembre de ese mismo año desciende al 33’1 % de los votos y a
196 escaños. La mayoría, no todavía absoluta, de las elecciones del 5 de marzo
de 1933, con el 43’9 % y 288 escaños, se debe, aprovechando, entre otros
factores, muy hábilmente el fortuito incendio del Reichstag, a la brutal
represión y extremas dificultades de los opositores de izquierda. Lo que
Hindenburg le permitió a Von Papen, disolver el Reichstag, no se lo concedió en
su momento a Schleicher. «El acceso de Hitler al poder no tuvo nada de inevitable»,
concluye Kershaw y reafirma aún más Turner. La economía se estaba empezando a
recuperar de los catastróficos efectos de la Gran Depresión.
Esto significa, entre otras cosas, que
el desempleo estaba disminuyendo a finales del otoño de 1932. Si Hindenburg
hubiese resistido, si Von Papen y Hugenberg, no sabremos quizás nunca si
ingenuamente, no hubiesen creído que podrían manejar a Hitler y a los suyos, el
Partido Nazi casi con total seguridad se hubiese ido diluyendo a medida que se
activase la economía y disminuyese el desempleo. Y, además, podemos estar
prácticamente seguros que Hitler no se hubiese atrevido a reeditar un golpe del
tipo del «putsch de la cervecería» como el de Munich entre el 8 y el 9 de
noviembre de 1923. El fracaso estrepitoso de este patético golpe lo había
vacunado contra cualquier intento de conquista violenta del poder. A ello se
suma que no contaba ni con el Ejército (Reichswehr) ni con la Policía, y
especialmente Prusia, el Estado con diferencia más poderoso e importante de Alemania,
le era claramente hostil. Un hombre tan contrario a la democracia como el
mariscal Erich Ludendorff, héroe de la Gran Guerra y que apoyó
entusiásticamente a Hitler en el aludido «putsch», pudo llegar a conocer tanto
las verdaderas intenciones del inminente canciller, que, a puerta cerrada, le
dijo a su viejo camarada el Presidente Hindenburg, a finales de enero de 1933,
lo siguiente: «Yo profetizo solemnemente que este hombre maldito precipitará
nuestro Reich en el abismo y hundirá nuestra nación en una miseria
inconcebible. Las generaciones futuras os maldecirán en vuestra tumba por lo
que habéis hecho». Desgraciadamente, Hindenburg prefirió obviarlas, pero, en
efecto, pocas veces unas palabras han sido tan diabólicamente proféticas.
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