EL ESCARABAJO. MARINA FLOX BEN


EL ESCARABAJO

Imaginaos que os convertís en un escarabajo, un escarabajo pelotero. Un bicho negro, con aires de señor mayor que anda ayudado de un bastón. Con un caparazón duro, estriado, sin brillo, cubierto siempre de polvo y con un aspecto algo endeble a la par que resistente. Con un cuerpo duro pero con unas patitas ligeras y estrechas. Tan frágil ante un pisotón y a la vez tan fuerte como para ser lanzado sin paracaídas.

Sois en estos momentos una pequeña mancha negra, un detalle minúsculo dentro de un escenario de mayores magnitudes. Un escarabajo que poquito a poco se acerca a una pequeña aldea, situada en medio del campo, sin saber muy bien el por qué, os vais adentrando por las cuatro calles de esta aldea. Puede que sea sólo el resultado de una incesante búsqueda, puede que sea consecuencia de un vagar sin rumbo... quién sabe. El caso es que andáis ya explorando una de las casas del pequeño pueblo.


Los olores os atraen. Buscáis comida. Todo está oscuro pero no importa demasiado cuando cada paso se mide en milímetros y no resulta muy complicado colarse por cualquier rendija. Sólo hay que buscar, buscar y pasar alguna estrechez.

Buscando-buscando parece que vuestras patitas escalan porcelana, bordean precipicios y siempre que podéis vais avanzando de la forma más segura posible, salvando los pequeños saltos, estirando las patitas, pero otras veces os sentiréis en la necesidad de dar un salto al vacío sin saber si pronto encontraréis una base donde apoyaros o si os deparará una fuerte caída.

Pero... ¿qué pasa? ¿Qué sucede? Por más que intentáis avanzar no lográis moveros de otra forma que no sea en círculos y cuando intentáis ascender, irremediablemente retrocedéis a más velocidad. ¡Habéis caído en una fuente de porcelana, resbaladiza, demasiada honda y en la que se apilan otras fuentes y platos! ¡No hay forma de salir!

Os pasáis horas y horas bordeando el interior, tanteando la base del recipiente que a su vez contiene, pero es inútil: demasiada pendiente, demasiado liso y parece imposible tratar de escalar por su lado convexo.

Os pasáis horas y horas intentando trepar por la fuente de porcelana. Una patita hacia delante y una milésima de segundo después la fuerza de la gravedad os arrastra de nuevo más atrás de vuestra posición inicial. Lo intentáis a lo largo de todo su diámetro. Una y otra vez. No hay manera. No hay ni una fisura ni una pequeña rugosidad que os permita sosteneros ni un segundo y estirar la otra patita.

Habéis estado merodeando por esa misma casa días y días y no ha habido movimiento alguno que indicase otra cosa más que es una casa vacía, cerrada, sin personas que la habiten. No hay salida. Seguir intentándolo parece sólo una forma de malgastar esfuerzos pero ¿qué otra cosa podéis hacer? Esperar la muerte no parece estar en vuestros genes.

Pasan días (la verdad es que no tengo ni idea de cuánto puede vivir un escarabajo) y no cesáis en el empeño. Una y otra vez. Subís y bajáis por el tobogán. Las fuerzas ya flaquean.

De repente se oyen ruidos, parece que alguien ha venido a echarle un vistazo a la casa o a pasar unos días en ella. Abre la alacena donde os encontráis y empieza lentamente a trastear con los cacharros cercanos.

Nadie lo diría, pero se ha abierto una puerta a la esperanza. Quizás haya suerte. O quizás no sea sólo cuestión de suerte:

Nuestra posible salvadora resulta ser una joven a la que le resulta imposible dormir. Está sola en la vieja casa y su imaginación no hace más que jugarle malas pasadas. En el silencio de la noche y con los sentidos en estado de alerta el oído se agudiza y hay un leve sonido que no para de repetirse. La alacena se encuentra pegada a su cama y es fácil identificarla como el origen de ese sonido.

Su imaginación vuela: puede ser un murciélago atrapado, puede ser un ratoncito juguetón, también puede ser un pajarillo de los que a veces se cuelan no se sabe muy bien por dónde y por supuesto también cabe la opción de que sea un pequeño escarabajo cuyo ruido atemoriza más que otra cosa.

La oscuridad, la soledad, el silencio y el ruido incesante imponen, pero sabe que no podrá pegar ojo hasta que ponga fin al asunto. Ninguno de los animales imaginados le asustan tanto como para no poder hacerles frente. Se pone manos a la obra y poco a poco va sacando cazuelas, cacerolas, escurridores y demás cacharrería. Cada montón de cacharros que saca lo aparta bien lejos y pega el oído para anticiparse a un posible susto.

Va llegando al final y ya tiene identificadas las fuentes de porcelana como la trampa en la que se haya ese ser por descubrir. Suena como si fueran las mismas fuentes que chirriasen en granitos de arena.  De una en una va levantándolas y separándolas. Observándolas por ambas caras y manteniendo los brazos lo más alejados posibles de su cuerpo y rostro.

Ya sólo queda una. Levanta y respira. Finalmente es un escarabajo.

Está cansada. Quiere dormir y no quiere que su última imagen antes de irse a la cama sea algo desagradable. Complacida por haberle hecho frente a sus miedos y por poder acostarse sin haberse llevado un gran susto decide ser indulgente con el escarabajo, al que lanza a la calle por la ventana.

¿Cuestión de suerte sólo? NO CEJÉIS EN EL EMPEÑO

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