DONDE
ESTABA ELLA OCURRÍA EL VERANO
Cree que suenan pasos en la escalera y
se aplasta de espaldas contra la pared. Contiene la respiración: espera cuatro
golpes espaciados en la puerta o una ráfaga de tiros. Transcurren los segundos,
tic-tac, tic-tac, tracatrac, mientras se le oscurece la camisa celeste en las
axilas y las cachas de nogal de la Colt 45 le van imprimiendo sus marcas de
presión, contra la palma húmeda de la mano.
Luego resopla, con alivio, y se deja
caer en la silla. Arroja la pistola sobre la mesa y se le aproxima, lento, como
quien se acerca a un bicho. La tantea, la acaricia, la recoge, confirma que
pesa menos que un quilo y que las siete balas duermen, limpias y ordenadas, en
el cargador.
No piensa en la revolución, aunque
piensa que debiera. Se investiga los moretones del frío en la piel erizada. No
piensa en lo que será de él sin cigarrillos, ese pánico, ni piensa en que
tampoco le queda comida para continuar esperando, ni en cómo hará. Si lo
cercaran, al fin y al cabo, no podría escapar por la azotea ni por ningún sótano
con pasadizos: está lejos del último piso y de la planta baja.
Este es el último cigarrillo que le
queda. Lo fuma con un apuro que sería inexplicable, pitada tras pitada, si no
se tuviera en cuenta que siente la urgencia de inundarse de humo tibio todo el
cuerpo, desde la cabeza hasta los dedos entumecidos de los pies.
Quisiera recordar al hijo, pero el hijo
es una mancha blanca, sin rasgos, en el fondo de los largos corredores de la
memoria. El hijo ya tenía tres años cuando lo vio por primera vez. “¿Quién es
este señor?”, preguntó, y él no se animó a decirle nada y los demás tampoco le
dijeron nada porque estar ausente, ya se sabe, es estar muerto.
Está acorralado, ahora, entre cuatro
paredes mugrientas, y por la ventana entreabierta sólo se ve un pedazo de otro
muro baboso de humedad. El aire huele a humo frío y a fermentos de comida.
¿Cuántos días hace que no ve a nadie? ¿En qué carajo se parece este cochino
panorama a los paisajes invictos que se pueden contemplar más allá del hombro
del compañero que uno abraza? Se abraza a sí mismo, ahora, envuelto en la única
frazada, temblando por culpa del frío y también, aunque piensa que no debiera,
por culpa del miedo. Había aprendido, tiempo atrás, a ser mas fuerte que cosas
tan fuertes como la necesidad de fumar y el miedo de morir.
Mira el saco y la corbata que cuelgan de
un clavo ante sus ojos y mira la pared, gastada por los anos y el descuido pero
todavía, no triturada por las balas. Se mira la mano, todavía viva.
Mira la lapicera entre los dedos, la necesidad
de escribir algo, el papel en blanco, la impotencia de escribir algo, el
capuchón de la lapicera mordisqueado por alguien que se llamaba Lucía. (La
lluvia sonaba como un trote contínuo de caballos y hacían el amor hasta que los
recogían con un cucharón y después les dolían los huesos por tres días. Lucía
esperaba, apoyada en el tronco de una acacia, con medias marrones hasta las
rodillas, medias de chiquilina de liceo, y un collar de piolines de colores
anudados para acordarse de las cosas. Lucía se alejaba, corriendo, en la
neblina. Lucía se disculpaba: “Yo no lloro nunca. Por deshidratada. Porque
nunca tomo agua”.)
Este hombre desliza la lengua por detrás
de sus dientes resecos y piensa en aquel estado de gracia con Lucía, más
contagioso que cualquier enfermedad, y en aquella secreta manera de conocer los
acontecimientos todavía no acontecidos: aquella capacidad que tenían para
recordar de antemano las horas y los días que les iban a venir, cuando estaban
juntos y eran invencibles.
Vagamundo y otros relatos
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