CARTA ABIERTA AL ALMA DE MI CIUDAD
La lección
que la ciudad de Málaga ha dado esta tarde-noche a sus niños será imborrable
para ellos: nada, ni siquiera la muerte, puede aguar una fiesta. "The show
must go on".
Es cierto:
ante la muerte caben muchas actitudes, y muchas de ellas son perfectamente
válidas. No tengo vocación de profeta Jeremías clamando a las puertas de la
Jerusalén pecadora, ni de Vicente Ferrer adoctrinando masas desde los púlpitos
para hacer llorar a almas sensibleras. Sin embargo, me creo en la obligación (y
desde luego siento la necesidad) de exponer lo que he visto y oído hoy en mi
ciudad, así como de plantear mi punto de vista.
Bajo mi
balcón de calle Carretería, el público deliraba pidiendo caramelos. Las bandas,
charangas y pastorales tocaban y cantaban a todo ritmo. Todo era fiesta,
bullicio, alegría. "¿Luto? ¿En noche de Reyes? Por favor, no nos haga
reír, Sr. Marín Hueso: ¿explicarle a mi hijo lo que es la muerte
–responsabilidad exclusiva e indeclinable, antes o después, de todo
padre/madre- y que ante la muerte hay que cambiar los comportamientos? No, Sr.
Marín Hueso, los niños tienen derecho a ser felices a toda costa. Por favor,
Señor Marín Hueso, ponga los pies en la tierra: no sea macabro: ¿condolencias
en noche de Reyes? No tiene corazón, señor Marín Hueso: cómo se nota que usted
es un “triste”, que usted no tiene hijos, cómo se nota que no comprende la
mente infantil. Si no fuera así, no pensaría de esa manera".
Lo siento,
conciudadanos, pero mi clara percepción es ésta: sois vosotros los que ante mis
ojos (míos, claro, y sólo míos) no habéis tenido corazón. Por supuesto, en
cuestiones de alma y de moral cada uno tiene su visión del mundo. Yo hoy he
aprendido qué visión del mundo y de la vida es la vuestra. ¿Legítima? Supongo.
En cualquier caso, radicalmente diferente de la mía.
Un niño de 6
años ha muerto en el contexto de una celebración colectiva y el colectivo que
la celebraba ha considerado como lo más sensato, lógico y coherente seguir
celebrándola (que nadie se equivoque declinando su responsabilidad individual
en la de las autoridades pertinentes: la ciudad ha refrendado a voces la
decisión). Es más: la ciudad no sólo ha elegido que sus niños siguieran
celebrando. Porque, quién sabe, quizá podríamos debatir si habría sido prudente
que cada familia hubiera retardado la noticia a los niños (que no ocultársela,
eso nunca), pero mi preocupación no va por ahí. No, no eran los niños: eran sus
padres, bien adultos, quienes vociferaban en la Tribuna de los Pobres al paso
del cortejo. Por ello, no es el corazón de los niños el que me preocupa.
No: a mí el
que me preocupa es el corazón de los adultos, adultos que, eso sí, no
declinarán su derecho a ejercer conversaciones (a cuál más morbosa) sobre lo
ocurrido, lo cual entra en contradicción flagrante con el principio de que la
muerte acontecida es un problema de la familia que la ha padecido y no de la
colectividad en cuyo contexto ha tenido lugar dicha muerte.
Ni una sola
civilización, desde que el mundo es mundo, ha optado por mirar hacia otro lado
cuando la muerte irrumpía en la vida de un colectivo, bien sea a escala
familiar, local o de toda “la tribu”, a mayor “inri” si el muerto era una
criatura inocente. Nuestros antepasados enseñaban a los niños a honrar a sus
muertos (celtas, romanos, hebreos, griegos, los pueblos precolombinos, todos…),
a comprender que la muerte no es un mero accidente del día a día, sino la forma
más radical con la que el misterio del universo nos desafía. No sabemos qué pasa
con aquél que muere, pero sí sabemos una cosa: ha ingresado en el misterio. No
es momento el de la muerte, por tanto, para la hipocresía plañidera (al modo de
los plúmbeos lutos de la España franquista), pero tampoco puede pasarse ante
ella “como si no pasara nada”. Ante la muerte, es TODO lo que pasa.
Cada vez que
un ser humano se nos va, todos somos interpelados acerca de lo más elemental de
nuestra condición. No se trata de desgarrarse vestiduras, sino de acogerse a la
más neutra y pura de las actitudes a las que el humano puede acudir: el
silencio, el respeto, la reflexión. Quienes somos nazarenos de los Dolores de
San Juan algo sabemos de eso, cuando nos toca meditar la muerte, Viernes Santo
a Viernes Santo. Y nuestros niños, nuestros monaguillos, por cierto, no se
violentan ante el silencio: lo aceptan, porque saben que algo importante está
pasando y hay que callar.
¿En tan poco
tenemos al cerebro y al corazón infantil como para considerarlos incapaces de
guardar silencio ante lo que no comprenden (y, por cierto, mucho habría que
debatir acerca de qué es todo aquello que “no comprenden”)? ¿De verdad creemos
que son tan egoístas como nosotros? ¿Que no son capaces de asumir que, ante
circunstancias inesperadas, los comportamientos deben cambiar?. Los niños saben
responder ante el dolor con mucha más humildad y mansedumbre que nosotros,
salvo, claro está, que les eduquemos en otros comportamientos. Que les
eduquemos en el principio de que, pase lo que pase, la fiesta debe continuar.
Frustramos así su tendencia instintiva a callarse ante lo que no comprenden y
meditarlo en su interior, pues es así, y no al modo adulto, como un niño
funciona.
Hace poco, a
un alumno mío de 12 años se le murió la madre, lejos de él. Un caso peliagudo:
la madre lo había abandonado cuando tenía 5 años. En clase, sin saber lo que
había ocurrido, la profesora de Inglés le vio llorar en voz baja, así que se le
acercó y le preguntó qué le pasaba. Su respuesta fue sencilla: “Se ha muerto mi
madre y me da pena, pero no se preocupe, profe, me pondré bien”.
Sin embargo,
parece ser que son ellos los que no están preparados para asumir la muerte.
¿Nosotros sí? ¿No será más bien que nosotros nos hemos escudado hoy, 5 de
enero, en ellos para excusar nuestra frivolidad, nuestro desapego, nuestro
egoísmo, actitudes todas ellas causadas, justamente, porque el miedo a la
muerte nos invita a no pensar en ella y a darle una patada en cuanto se
presenta en la figura del otro? El niño no teme a la muerte: la acepta. El
adulto, sin embargo, es el que juega, ridículamente, a ser inmortal.
Y es que, en
el mundo adulto occidental, la muerte ha dejado de “existir”. Dado que la vida
de los demás la concebimos cada vez más en términos de virtualidad, de perfil
de Facebook, la muerte ha pasado a resultarnos la simple baja de un usuario de
la plataforma. De la hipócrita pamplinería de la España rancia, hemos pasado a
la pura asepsia post-moderna. Vivimos, como predijo Huxley, en un mundo feliz,
y bajo ningún concepto estamos dispuestos a salir de él. Todo aquello que nos
haga pensar en el final de la felicidad, o simplemente en que esa felicidad
puede verse interrumpida por imponderables, lo arrojamos sin piedad al cubo de
la basura.
Nuestros
antepasados exponían los cadáveres para que todos tuvieran la oportunidad de
mirar a la muerte cara a cara, sin felicidad, claro, pero también sin miedo.
Nosotros, contamos los segundos que quedan por meterlos en el columbario o
nicho en cuestión, y adiós, hasta que a mí me dé la gana (hasta que a mí me dé,
por ejemplo, por ponerme melancólico y acordarme de ti, pero que sepas, muerto,
que yo contigo no tengo ya vínculo ninguno; tú ya no eres parte de mi mundo ni
de mi cultura).
"¡Ah,
oiga, señor Marín Hueso!: se olvida usted de un detalle: el padre dio su consentimiento
a que la cabalgata continuara". Vayamos a ello, dejando aparte la ruindad,
la mezquindad despreciable que supone acudir al padre de la criatura, con su
hijo muerto delante, para que sea él el que asuma la responsabilidad. La
cuestión no es lo que la familia quiera o no que se haga: las cosas del alma
deben salir del alma misma, sin necesidad de refrendos, apoyos o
justificaciones externas. La cuestión es lo que debía hacerse, más allá de lo
que pensara la familia.
¿Y qué
debería haberse hecho? En mi opinión, suspender la cabalgata, con discreción y
sin aspavientos. Policía Nacional y Protección Civil están sobradamente
preparados para reconducir situaciones de este tipo, por más que hoy hayan
querido lavarse las manos. Por supuesto, la fiesta de Reyes, después, debe
continuar en todas las casas de Málaga, pero al menos así la ciudad habría
manifestado una sensibilidad que hoy ha dolido no percibir ni en sus más
mínimas manifestaciones. También habría aceptado, no obstante, otras opciones
intermedias. Lo que, lo siento, no puedo aceptar, es el rostro que hoy le he
visto al alma de mi ciudad.
Es verdad el
dicho: la vida sigue, tan misteriosa o más que la muerte. Sigamos adelante,
pues, pero sin olvidar a quienes se van, y, sobre todo, reflexionemos, aunque
sólo sea un instante, qué es la muerte para nosotros y, si somos padres, cuál
debe ser la educación que debemos darles a nuestros hijos acerca de ello.
A todos,
feliz Epifanía del Señor.
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