EL CORTE Y LOS RECORTES
Dice Draghi que el Banco Central Europeo
no está para solucionar los problemas financieros de los países de la zona
euro, y tengo que creerlo porque mis conocimientos de economía internacional
son rudimentarios. Sí sé algo más de palabras y de construcciones narrativas, y
aprecio su esfuerzo –el esfuerzo de Draghi y el de todos los economistas
neoliberales– para que las leyes económicas nos parezcan leyes naturales y tan
poco discutibles como la ley de la gravedad. Pero el estatuto del BCE no ha
nacido de la tierra, sino de una voluntad política plasmada en un tratado, el
de Amsterdam, donde se acordaron sus funciones. Y entre ellas no estaba, en
efecto, la solución de problemas.
No estaba, pero debería estarlo. Porque
si no, ¿de qué sirve un Banco Central Europeo? ¿Sólo para luchar contra la
inflación, para mantener el valor de nuestro dinero… y sobre todo del que
acumulan los bancos nacionales? ¿De qué sirve la Unión Europea si sus
instituciones no están diseñadas exclusivamente para solucionar los problemas
de sus ciudadanos? Esa Europa inexistente, solidaria y multicolor fue el
producto que se nos vendió en aquel cuento de hadas titulado Tratado de
Maastricht, que como casi todo lo urdido, firmado y vendido por la casta
política española en los últimos años ha resultado ser un descomunal engaño.
Las palabras de Draghi parecen condenar
a España definitivamente a un rescate no sé si total, parcial o
mediopensionista. En realidad, da lo mismo; ya sabemos lo que nos espera a
corto o medio plazo, lo hemos visto en Irlanda, en Portugal, en Grecia, y lo
estamos empezando a sufrir en nuestra propia carne: la destrucción del mundo
tal y como lo hemos conocido en los últimos veinte años.
Economistas menos fanáticos que los que
ahora nos gobiernan sostienen que sería posible alcanzar los objetivos de
déficit sin causar tanto sufrimiento a la gente, que bastaría con modificar la
política fiscal y tener una voluntad real de luchar contra el verdadero fraude
para recaudar más de lo que se gasta en educación y sanidad. Pero yo he perdido
toda esperanza. Como en todos los países capitalistas, el dinero se ha
infiltrado de tal manera en nuestro sistema político, que los partidos hace
tiempo que sustituyeron nuestros intereses por los suyos, que coinciden con los
bancarios.
La situación, como digo, es parecida en
otros países, pero en el nuestro se agrava por dos fenómenos españolísimos: el
sadismo cavernario de nuestra derecha y una escasa cultura democrática en
nuestras instituciones, que se manifiesta en la alegre ausencia de controles,
muy propia por otra parte de un país que ha creado la picaresca, ese género
narrativo que no existe en otra cultura ni en otro país.
Es inútil salir a la calle para pedir el
fin de los recortes. Aceptemos cuanto antes que las barrabasadas de la casta
política española, alimentadas por nuestro desinterés como ciudadanos, se están
llevando por delante el modelo político y social que nació con la Constitución
del 78. Pero asegurémonos de que este tsunami se lo lleva todo por delante. Y
todo es todo. Porque si la casta política logra salvarse del hundimiento
general habremos hecho un pan como unas tortas, y habremos perdido una
oportunidad única de regeneración.
Si algo bueno tiene una crisis tan
brutal como esta es la posibilidad que se nos brinda de empezar otra vez y de
corregir los errores que se cometieron tras la muerte de Franco. Entonces los
padres franquistas de los políticos actuales optaron por la reforma y no por la
ruptura, que hubiera destruido La Casta. Y esto, este desastre, es lo que ha
dado de sí aquella reforma. Ahora toca probar con la ruptura. Y a eso
deberíamos aplicarnos quienes hasta ahora hemos salido a la calle pidiendo
ingenuamente el fin de los recortes.
ZONA CRÍTICA
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