GUERRAS
DISFRAZADAS
A principios del siglo veinte, Colombia
sufrió la guerra de los mil días.
A mediados del siglo vente, los días
fueron tres mil.
A principios del siglo veintiuno, ya los
días son incontables.
Pero esta guerra, mortal para Colombia,
no es tan mortal para los dueños de Colombia:
la guerra multiplica el miedo, y el
miedo convierte la injusticia en fatalidad del destino;
la guerra multiplica la pobreza, y la
pobreza ofrece brazos que trabajan por poco o nada;
la guerra expulsa a los campesinos de
sus tierras, que por poco o nada se venden;
la guerra otorga dinerales a los
traficantes de armas y a los secuestradores de civiles, y otorga santuarios a
los traficantes de drogas, para que la cocaína siga siendo un negocio donde los
norteamericanos ponen la nariz y los colombianos los muertos;
la guerra asesina a los militantes de
los sindicatos, y los sindicatos organizan más entierros que huelgas, y se
dejan de molestar a las empresas Chiquita Brands, Coca-Cola, Nestlé, Del Monte
o Drummond Limited;
y la guerra asesina a los que denuncian
las causas de la guerra, para que la guerra sea tan inexplicable como
inevitable.
Los expertos violentólogos dicen que
Colombia es un país enamorado de la muerte.
Está en los genes, dicen.
Espejos, una historia casi universal
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