CREANDO MONSTRUITOS
Hace unas
semanas saltó a las páginas de los periódicos la noticia de que un instituto de
enseñanza de Gijón había pedido permiso a los padres para «corregir mediante
contacto físico a sus alumnos». De inmediato los más dados a rasgarse las
vestiduras, los habituales mesadores de cabellos, se pusieron en pie de guerra:
¿cómo es posible que alguien ose tener «contacto físico» con un alumno, aunque
sea para corregirle? A mi nene no lo toca nadie, hasta ahí podíamos llegar,
etcétera.
Es cierto
que, si uno lee solo los titulares de la noticia, suena cuanto menos
inquietante. Sin embargo, si continúa con la lectura, comprueba que la iniciativa
está en marcha desde hace años en dicho instituto y no ha habido quejas. Estaba
pensada para que, cuando alumnos y profesores realizaran algún viaje escolar,
estos últimos pudieran actuar como tutores. Es decir, que no tuvieran problemas
a la hora de corregir, no mediante un cachete esto ni se plantea, sino
simplemente sujetar por el brazo a un niño que se empeña en cruzar la calle
cuando el semáforo está rojo, por ejemplo. A mí lo que me llama la atención de
esta noticia es que hayamos llegado a la grotesca situación de que haya que
pedir permiso para algo que debería ser de sentido común, como tocar a un
alumno.
Y, sin
embargo, es indispensable porque, como ustedes saben, en ciertos colegios el
mero hecho de que un profesor retire un teléfono móvil con el que alguien está
jugando en clase, por ejemplo, se considera una agresión. No sería la primera
vez que, después de un hecho de estas características, un padre o una madre
aparezca por el centro a pedir explicaciones al profesor, explicaciones que más
de una vez han acabado en insultos, cuando no en agresión física hacia el
docente. Si a esto unimos que los alumnos tampoco se cortan a la hora de
empujar, vejar y por supuesto desobedecer a sus maestros, no sorprende saber
que estamos ante el colectivo de profesionales que cuenta con más bajas por
depresión. Eso por no hablar de la desmotivación y angustia de personas que,
tras muchos años de estudios y un salario bastante reducido, ven que su
autoridad que no autoritarismo no solo no es respetada por los alumnos, sino
que los primeros en cuestionarla son los padres.
¿En qué
momento se perdió el respeto, en qué momento los docentes empezaron a verse no
ya como aliados en la educación de los jóvenes sino como enemigos? La respuesta
es fácil y está relacionada con la vieja ley del péndulo. Los padres que
humillan a los profesores son los niños que sufrieron la estricta educación de
antaño, en la que capones y bofetadas estaban a la orden del día, y ahora se
han ido al otro extremo. Son los mismos también que gustan llamarse amigos o
colegas de sus hijos antes que padres y que aborrecen palabras como disciplina
e incluso esfuerzo. Creen que supuestamente defendiendo a sus hijos frente a
los profesores están haciendo méritos, ganando su confianza, sin darse cuenta
de que lo que están es creando monstruitos. Niños que no maduran, que piensan
que todo les es debido, con nula resistencia a las muchas frustraciones que les
esperan en la vida porque piensan que papá siempre va a estar ahí para
solucionarlo todo, y a mamporros si es preciso.
Y con todo,
eso no es lo peor. Lo más lamentable es que el nene encantador que tienen en
casa tampoco los va a respetar a ellos. Porque los niños no necesitan papás que
sean amigos o colegas. Necesitan modelos, referentes, padres a los que admirar,
maestros a los que emular. ¿Y cómo van a hacerlo si los unos desautorizan a los
otros? Todo esto es tan obvio que da sonrojo tener que recordarlo. Pero, con
tanta modernez mal entendida, no viene mal hacerlo de vez en cuando.
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