UTOPÍAS
Fue William
Blake el que dijo una frase terrible: “preferible es ahogar a un niño en su
cuna que alimentar en él anhelos que jamás podrá satisfacer”. Creo que William
Blake se equivocaba: no somos nosotros los que alimentamos esos anhelos, sino
que es la propia naturaleza la que se encarga de hacerlo. No creo que exista un
solo niño en el mundo, ya sea en las urbes o en las selvas, cuyos instintivos
anhelos de felicidad no sean infinitos. El ser humano nace con una Utopía
dentro que, como dice Julio Anguita, está en estado embrionario. La Utopía es
una elaboración intelectual de Tomás Moro, pero que sintoniza con esa instancia
primordial de la condición humana transformada en mito, ya sea el del Paraíso
Perdido o el del fuego robado a los dioses por Prometeo para entregarlo a los
humanos y realizar la utopía en lo cotidiano, como escribe Pascual Serrano.
La
Utopía es un concepto preciso, en cuanto
que lo sentimos dentro y nos impulsa a andar, según la aporía de Eduardo
Galeano; pero impreciso, en la medida en que nunca será fácil definir lo inaprensible, aquello que se
desvanece en cuanto se logra. Este libro promovido por Jesús Martín Ostios
supone la experiencia apasionante de ofrecer 34 de las infinitas caras posibles
de la utopía, todas certeras, pero no parciales, porque la utopía es como el
Aleph borgiano de los ideales: sería como el
ideal donde confluyen todos los ideales. No son 34 facetas de la utopía,
porque en cada uno de estos bellísimos capítulos en los que, sin excepción,
cada autor se expresa con una gran intensidad personal, lo que se siente
es la utopía, toda la utopía, a la manera
como los cristianos explican la
presencia eucarística de Dios. A mí me
tocó aportar una visión de la utopía, pero asumo como propias todas las demás, por una sintonía en la que
interviene más la espontaneidad del sentimiento que la seriedad de la razón.
Asumo toda la profundidad con la que Pablo
Bujalance y Miguel Ángel Santos Guerra depositan la Utopía en la Educación, la
educación como un fin en sí mismo, como un estado de tensión, transitivo, hacia
una realidad mejor; podremos demorarnos en ella, pero solo un poco, porque la
felicidad no es un equilibrio estático sino dinámico, inestable, y encierra en
sí misma una tensión que te lleva a buscarla de nuevo en otras metas mejores.
Si la inteligencia es el atributo esencial del ser humano, ya Ortega acertó con
que ésta no era otra cosa que un estado de alerta. Uno aprende y se educa para
estar alerta, para estar a la altura del compromiso existencial que comporta el
haber sido dotado de inteligencia, de ahí que la utopía, identificada con la
educación, sea la plena realización del ser humano en cuanto a tal.
Pero el ser
humano es, también esencialmente, un ser social, de ahí la dimensión
inevitablemente colectiva de la utopía, como se desprende del hermoso texto de
Fernando Wulff- en el que late una visión oriental y mística del ser humano como una disolución del tú y
yo en el nosotros- también expresado con una precisión no exenta de humor por
Antonio Marfil cuando preconiza que
utopía es cambiar la pregunta “¿qué hay de lo mío?” por la de ”¿qué hay
de lo nuestro?”. Suscribo, pues esa esencia colectiva de la utopía, lo que me
lleva también a postularla como fundamento de la ética. No hay utopía sin ética
por la sencilla razón de que la Utopía de Moro y todas las propuestas urbanísticas de ciudades
ideales que le siguieron no eran otra cosa que una representación icónica,
comprensible, normativa y moralista si se quiere, de unos modelos de
convivencia. Las utopías se inventaron para “gestionar” (diríamos hoy) el
problema de la convivencia entre los humanos en
los espacios en los que, a lo largo de los siglos, aquellos se han ido
polarizando y concentrando en el contínuo proceso de civilización, de
intercambio, de defensa y de transmisión de conocimiento, esto es, la ciudad.
Por eso creo que la Ley Natural puede estar grabada en el “genoma moral” del
ser humano por el hecho de nacer, pero no me cabe duda de que la ética es urbana.
Hay en este
libro muchas reflexiones que seducen por
su belleza e incitan a la reflexión por su profundidad. Muchos, como digo,
insisten en la dimensión colectiva de la utopía, como Antonio Barbará Molina;
otros, como Fernando Berlín, encuentra el paraíso en un recuerdo de la
infancia, apuntando lo que ya decía Fernando Savater, que sólo en los recuerdos
está la esperanza. Ciertamente creo que un rostro de la utopía está en los lugares
de la infancia, que, como tal, será siempre la ciudad de los prodigios. Alfonso
Bauluz, Juan Bonilla y otros insisten en algo que ya formuló Albert Camus, la
realización de la Utopía en las pequeñas y modestas utopías de lo cotidiano, como Marina Flox, que en un
juego de palabras cargado de intención, designa a la Utopía como “ése” lugar,
soslayando el carácter peyorativo que frecuentemente le asignamos a la Utopía
como “no lugar” urgiendo a realizarla en este mundo. También se expresa así
Jesús Martín Ostios, nuestro querido amigo responsable de este embarque, que
deja bien claro que el mundo ha subido
cotas de dignidad a golpes de utopías realizadas, como las de Rosa Parks en su
autobús de Montgomery, Alabama, o Erasmo de Rotterdam, o Nelson Mandela,
Ghandi, Karl Marx, Federica Montseny, Clara Campoamor….
O esa
contundente declaración de Julio Anguita de que cuando se formularon las
utopías históricas, no había nada, absolutamente nada, que hicieran
técnicamente imposible su realización; lo impidió, no la precariedad de la
técnica del momento, sino la codicia.
Enfín, ya me
gustaría seguir glosando todas y cada una de las 34 reflexiones del libro
porque ninguna de ellas deja indiferente. Esa inquietante, desgarradora y a la
vez hermosa, intuición de la Utopía como arrepentimiento de Rafael Torres: ese
querer volver, desandando lo andado y enmendar el mal irremisiblemente
cometido…o esa advertencia severa que hace Josep Fontana de la regresión
actual que están sufriendo los derechos
colectivos ganados en dos siglos de luchas. Siguiendo su argumento, una
legítima utopía para el presente sería recuperar todo lo que este presente nos ha quitado.
Termino
porque me he pasado del tiempo acordado. Felicito a El Páramo por haber tenido
el valor de publicar este libro y agradezco a
Jesús Martín Ostios por dos cosas: por haberlo concebido y por haber
tenido la amabilidad de invitarme a participar en él. El verme al lado de tan
sensibles y maravillosas personas, la mayoría de las cuales ha supuesto para mí
un verdadero descubrimiento, me produce la agradable sensación, ahora que se
anuncia próxima la gran tamborrada mística, de formar parte de una estimulante
cofradía laica que, en contra de lo que
pudiéramos pensar al mirar alrededor, nos recuerda que no todo estaba perdido y
que aún queda espacio para la utopía en estos tiempos de cólera.
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