NO TODOS SON IGUALES
Ante el
clima de catástrofe moral por la espiral de corrupción, desde la clase política
se lanza una queja recurrente: «no todos somos iguales». Para eso solo cabe una
respuesta: ¡pues claro! Solo faltaba que todos fueran Bárcenas, y se hubieran
llevado veintidós millones a Suiza; o todos Guerrero, el pirata de la Sierra
Norte de Sevilla donde manejaba los Eres de la Junta; o todos como los niños
Pujol. Va de suyo que no es así. Cualquiera que se mueva en las proximidades de
la política conoce no ya a 'un hombre honesto' como el que buscaba Diógenes,
sino cientos de hombres y mujeres decentes. La generalización no es una
universalización; y cuando se retrata la perversión de la casta política no se
identifica a cada individuo, sino el código dominante, el estilo al uso. Y ahí
es generalizada la tolerancia con la corrupción, como mínimo mirando para otro
lado. A quienes se lamentan en política de no ser todos iguales, es el momento
de decirles:
-¿Y qué tal
si empezáis a demostrarlo?
Los militantes
socialistas tuvieron la oportunidad de alzar la voz mientras se desplegaba el
escándalo mayúsculo de los Eres, pero la batidora de dinero público malversado
fluía como en los días turbios de Filesa. A quienes callaron ante cada
escándalo, ya tienen algo en qué pensar cuando dicen «no todos somos iguales».
O los militantes de la derecha con sobradas oportunidades para desmarcarse de
Serón, un alcalde ya condenado que conserva el cargo con todas las bendiciones
del partido. A quienes han callado ante eso, o Camps, o Palma Arena, o Gürtel,
quizá puedan pensar en eso cuando dicen «no todos somos iguales». O los
militantes de IU con sus coartadas para el escándalo de Manilva, donde la
alcaldesa ha convertido aquello en un laboratorio del nepotismo. El código de
todos es 'a hierro con la corrupción de los otros, silencio ante los escándalos
propios'. Y eso les señala, porque el silencio es una forma de complicidad, «un
lavado de conciencia» como escriben Hannah Arendt o Primo Levi.
En Alemania
se ha visto dimitir no ya al presidente Wulff por recibir un crédito demasiado
favorable -como quien se compra un ático en Guadalmina- sino incluso a un
ministro estelar como Zu Guttenberg por plagio en su tesis doctoral. Ese
estándar escrupuloso va de EEUU a Japón, pero no hace escala en el
Mediterráneo. Allí los partidos no levantan diques alrededor de la vergüenza;
aquí sí. Allí un escándalo se siente como una traición a la sociedad y ante
todo a sus compañeros; aquí se impone el código protector de 'uno de los nuestros'
sin reparar en qué haya hecho. Pero lo que haya hecho sí importa. Cuando
alguien dice «no todos somos iguales» -y no lo son- tal vez pueda pensar en la
complicidad del silencio.
FUENTE: DIARIO SUR
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