LA LEY DE LA MEMORIA HISTÓRICA. SERGIO RUIZ MATEO.


LA LEY DE LA MEMORIA HISTÓRICA
La Ley de la Memoria Histórica ha situado la Historia, en los últimos meses, en el centro del debate político. En realidad siempre lo ha estado, pero quizás la novedad sea la especial virulencia con que está siendo utilizada por unos y otros. Como telón de fondo, aunque probablemente se trate en realidad de la protagonista, la Guerra Civil española, nunca bien digerida como corresponde a un trauma colectivo del que fueron partícipes personas aun vivas en la actualidad.

Se trata de un texto no muy largo, de fácil acceso para quien esté interesado, que como la mayoría de leyes, posee aspectos positivos y también negativos, pero que no merece, en ningún caso, los sectarios e implacables juicios que se han levantado contra ella.

Para empezar, es posible que el término “memoria histórica” no sea el más adecuado. La memoria pertenece al ámbito íntimo de la persona. Es subjetiva por naturaleza, y por tanto, imposible de regular por decreto ley. En cuanto a la memoria colectiva, corresponde a la Historia, oral y escrita, configurarla. No puede manipularse fácilmente, por lo menos en un país democrático.

Y el ejemplo más ilustrativo de la incapacidad del poder por moldear nuestra memoria es la propia inoperancia del franquismo por silenciar sus crímenes. Si las autoridades desearan sinceramente fomentar nuestra memoria histórica, no vendría mal, por ejemplo, ampliar las horas lectivas que la materia de sociales tiene en la educación secundaria. Aparte de esta apreciación, que poco importa en realidad a la esencia de la ley, es necesario apuntar que el articulado, para muchos de nosotros, se ha quedado algo timorato ante las presiones de un sector bastante ruidoso del país.

La ley es una ley muy moderada, fruto sin duda de nuestro tiempo, y muy alejada de ese supuesto radicalismo que algunos achacan a la acción del gobierno. Se han dejado de lado, por ejemplo, la anulación de las condenas emitidas por los tribunales franquistas, y tan sólo se extenderá una “declaración de reparación y reconocimiento personal” que, literalmente, tendrán “por único objeto la constatación de que las ejecuciones, condenas o sanciones sufridas son manifiestamente injustas por contrarias a los derechos y libertades que constituyen el fundamento del orden constitucional hoy vigente”.

Nada más allá. Quien debiera por ello indignarse son los familiares de estos condenados, que fueron vilipendiados por el mero hecho de pertenecer a partidos políticos frentepopulistas o por haber defendido la República, y no así los miembros de la derecha de este país. Éstos no deben preocuparse porque la ley no es revanchista, no condena a nadie, ni persigue a nadie. Sólo amplía derechos y otorga “reparaciones”, que en todo caso, flotan en el ámbito de lo moral y no comprometen jurídicamente. Y esto, sí que es manifiestamente injusto.

Por otra parte, en muchos puntos de la ley se hace referencia a la indeferencia que para el legislador supone el bando o partido en que militaron las víctimas de la guerra. Se condenan todas las formas de violencia, vengan de donde vengan. Así, por ejemplo, la referida declaración no contempla delitos de otro tipo, crímenes de guerra y abusos injustificados, que no pueden ser revisados porque supondrían una nueva iniquidad.

A este respecto, también conviene recordar que muchos de estos casos simplemente vinieron a maquillar condenas injustas. De todos es sabido que la guerra civil fue una gran hoguera alimentada por odios y envidias personales, y muchas sentencias fueron fruto de acusaciones falsas que en realidad escondían animadversiones diversas. Estos desmanes, que fueron generales, solo encontraron culpables en el lado republicano, mientras que muchos criminales del bando nacional escaparon a la acción de la justicia por el dudoso mérito de haber colaborado a la victoria.

Algunos aspectos positivos son la creación de un archivo de la Guerra Civil donde centralizar toda la documentación, eliminar la simbología franquista (que no suponga un atentado al patrimonio artístico y cuando sean de titularidad pública) ampliar y mejorar las prestaciones dedicadas a familiares de las víctimas y proporcionar ayuda económica a las asociaciones cuya labor consiste en identificar y recuperar restos de fallecidos en la guerra civil y años posteriores (lamentablemente el estado no “se obliga” a realizar esta labor).

Como verán todo ello supone un conjunto de medidas cuyo objeto es salvaguardar la memoria de los defensores republicanos sin comprometerse en exceso y sin responsabilizarse, como estado democrático, a resolver de forma efectiva las injusticias cometidas con ellos. Es la ley de las buenas intenciones y las declaraciones cargadas de contenidos, pero somera en hechos.

Que un país desarrollado mantenga por desidia fosas comunes en cunetas y cementerios es inadmisible. El estado de derecho tiene una responsabilidad para con esos fallecidos; está en deuda con ellos. La Ley no explicita a qué bando debían pertenecer los cadáveres, no le importa para quiénes lucharon, por qué ideales.

Tan sólo manifiesta una voluntad de que los caídos, sean de quien sean ( al cabo son de todos), descansen en un lugar digno, donde sus familiares puedan acudir sin necesidad de sufrir la vejación de la duda, el desconocimiento y la indecencia de una fosa anónima. Nadie puede pensar que es bueno o natural para un país dejar cadáveres sin identificar, aún a costa del dolor de sus familiares. Que los fallecidos descansen en un lugar digno no es un acto político, no es producto de la ideología, sino la materialización de la justicia y la dignidad en sentido estricto.

No podemos negar que, en la práctica, esto supone una reparación para los muertos republicanos, puesto que son ellos los que no disfrutaron de un reconocimiento tras el fin de la guerra y fueron olvidados por su derrota. El franquismo no se preocupó de una posible reconciliación nacional. Su paz fue la paz de las cárceles, la represión y las penas de muerte. Por eso llama la atención el ruido que la Ley de Memoria Histórica ha suscitado entre un sector no reducido de la sociedad española.

Es muy probable que muchos de los que se han indignado no se hayan tomado la molestia de leer la ley y juzgar por sí mismos, sino que han preferido que la información, la mayor de las veces manipulada y falseada, les llegue de forma indirecta desde algunos de los programas radiofónicos que actualmente buscan, como estrategia política al servicio de intereses concretos, crear un falso clima de enfrentamiento y crispación.

Poca gente que lea la ley puede pensar que el objetivo de la misma es resucitar los enfrentamientos que protagonizaron los peores momentos de nuestra historia reciente, sino todo lo contrario, se busca que las heridas por fin supuren y cicatricen, un paso previo irrenunciable para la verdadera reconciliación nacional, lo contrario del deseo de Franco, que siempre utilizó la paz como sinónimo de victoria.

Cuando se afirma que la ley reabre viejas heridas, se comete el error de pensar, y ese es el mensaje implícito, que esas heridas estaban cerradas. Pero esto no es cierto. Puede que muchas injusticias aparentaran, en la superficie, estar olvidadas. Sin embargo, ocultas en el fondo, permanecían abiertas y palpitantes, como una vieja pesadilla que recurrentemente acudiera a nuestros sueños para manifestarnos los más íntimos miedos.

Permanecían abiertas cada vez que alguien, al hacer memoria de su vida, se encontraba con el espacio vacío que había dejado un ser querido, al que no se le puede asignar un lugar de reposo concreto. Abiertas, cada vez que alguien, tras haberse dejado la juventud enfangada en trincheras defendiendo lo que él creía que era justo, o haber manifestado públicamente sus anhelos de progreso y libertad, siente la punzada de un papel amarillento y sucio donde su nombre aparece inscrito junto a la palabras “condena” y “culpable”. También permanecían abiertas cuando paseando por las calles, alguien tenía que resignarse a ver encumbrado, a caballo y como un augusto emperador, a aquel que destruyó los valores democráticos y firmaba penas de muerte a la hora de la merienda. Hoy nadie asumiría como normal contemplar estatuas de Hitler en Alemania, o Mussolini en Italia.

La memoria, como pueden ver, se construye de forma permanente, o se destruye. Los que ayer fueron villanos hoy son héroes, y los mártires de hoy quizá mañana no sean sino obtusos intolerantes. Cada época levanta sus propios altares y derriba los anteriores, y eso es, en fin, tan natural como el propio paso de los años y los siglos. No debemos sorprendernos por ello.

La sociedad actual, por tanto, debe también posicionarse, comprometerse con unos valores e ideas que puedan ser asumidos por la mayoría. Y esos valores, hoy, están encarnados por los principios democráticos y el concepto de ciudadanía que Franco y sus correligionarios le hurtaron a los españoles durante más de treinta años. ¿Cómo no enaltecerlos y manifestar nuestra adhesión? ¿Cómo insultarles con esos otros símbolos tan contrarios a esa “moral ciudadana” que casi imperceptiblemente asumimos en nuestros tiempos?

Resignarse, tratar de olvidar, condescender con aquellos que durante décadas trataron a este país como su cortijo, perdonar al fin, no es cerrar heridas. No nos engañemos. Esas heridas nunca se borraran mientras haya españoles que combatieron en la Guerra Civil y que sufrieron la posterior represión franquista. Podrán cerrarse, sí, pero a cambio de un reconocimiento y una reparación sincera. Mientras esto no ocurra, las heridas seguirán abiertas por mucho que el silencio se empeñe en hacernos creer lo contrario.

Insisten en que quien defiende esta ley reaviva llamas pasadas y resucita el “guerracivilismo”. Pero quienes esto afirman, y especialmente desde algunos medios de comunicación, se señalan a sí mismos cuando, de entre todas las cosas que podrían reprocharsele al gobierno actual, denuncian aquellas que, según ellos, atacan los pilares de su ideología: patria, religión, familia. Casi un calco de los valores de la derecha española del 36. Hacen guerracivilismo quienes sólo ven, en la actuación legítima de un gobierno democrático, actos de revanchismo.

Quizás porque saben, y no soportan, que el franquismo fue derrotado (tras demasiados años) por los principios democráticos contra los que se levantó, y la victoria de la democracia sobre el franquismo, ganada a pulso por la ciudadanía, requiere de símbolos y gestos como los que marcan esta ley, es decir, reconocer a aquellos que lucharon por un régimen democrático como el actual y murieron por defenderlo. Se me reprochará que generalizo demasiado, puesto que en un número importante, no todos los miembros de ese conglomerado de fuerzas eran estrictamente democráticos.

Desde luego lo eran los republicanos y la mayoría de los socialistas. El ala extrema del socialismo y los comunistas, ciertamente, se sentían fascinados por el régimen soviético, cuando la URSS no encarnaba a los gulags y al estalinismo represor sino a la patria redentora del mundo obrero, mientras que los anarquistas eran partidarios de una democracia directa, alejada de los modelos burgueses que representaban las autoridades del estado.

En cualquier caso, todos ellos, en ese justo momento, lucharon por el régimen republicano, o lo que es lo mismo, por una España democrática que posibilitara sus sueños dispares de revolución social. Revolución en sentido estricto a la vez que amplio. Estricto porque el país necesitaba de un cambio rápido y radical; y amplio porque esa transformación debía alcanzar todos los niveles, desde la estructura social a la cultural, pasando por la política y la economía, tal y como, en parte, sucedió posteriormente en el transcurso de la mitificada Transición.

Tratan, algunos, de deslegitimar la ley argumentando que es manifiestamente antifranquista. Se trata de una acusación torpe. Efectivamente es antifranquista porque es la ley de un estado democrático y como tal juzga al franquismo. Es impropio equiparar ambos bandos. Aquí la equidistancia es sinónimo de injusticia. Porque a riesgo de caer en simplicidades, no pueden equipararse democracia con oligarquía, que eso , más o menos, viene a ser el régimen franquista. Tampoco es lícito poner al mismo nivel personajes como Franco o Azaña. Ni puede otorgarse el mismo rango de legitimidad a la soberanía popular, representada por unas cortes democráticas, que al puñetazo en la mesa de unos militares rebeldes.

No es lo mismo el terror organizado y dirigido desde el estado, que la furia secularmente acumulada e incontenida del pueblo oprimido. En el caos de los matices, de las verdades a medias, de los falsos discursos, de la nebulosa realidad, finalmente un rayo de luz nos interroga de qué parte estamos, dónde militamos. Y ahí, yo lo tengo claro.

No hay comentarios: