LA SESIÓN DE LAS DIEZ. IGNACIO RODRIGO CASQUERO


LA SESIÓN DE LAS DIEZ

Viernes, seis de la tarde. El trabajo me deja un respiro en la antesala del fin de semana y sopeso qué hacer con el preciado tiempo de ocio. Debería atender ciertas labores hogareñas que llevo aparcando desde hace tiempo, pero la desidia puede más que la responsabilidad. Eso me lleva a quedarme tumbado en el sofá, con ese tirano que es el mando a distancia haciendo un repaso por el panorama televisivo vespertino.

Quince minutos dándole al botón es suficiente para convencerme de que esa no es la mejor opción de emplear mi tiempo libre. Decido entonces continuar con la lectura de ese libro que tengo olvidado en la mesita de noche, pero el poco tiempo me doy cuenta de que ciertamente lo he tenido demasiado olvidado y que me cuesta seguir la trama. Me faltan datos. Segundo intento fallido. Y entonces, una idea.... el cine.

Hace tiempo que no voy y se han estrenado algunas películas que me apetece ver. Cojo el periódico y me voy a la cartelera. Cierto, al menos hay dos filmes por las que no me importaría pagar seis euros. Pero hay un problema, la siguiente sesión es a las ocho y ya no me da tiempo. “Si no hubiese estado perdiendo el tiempo con la tele y con ese libro... Bueno, da igual, ya que me he hecho a la idea, voy a ver un partido de baloncesto y luego voy la sesión de las diez”, pensé en ese momento.

Craso error. Comienzo a darme cuenta de mi equivocación nada más llegar al centro comercial, que un viernes y a esa hora de la noche es lo más parecido al programa de televisión que horas antes me hizo apagar la tele. La chica de la taquilla me dice que la sala está casi llena y que sólo quedan localidades en las últimas filas. Acepto. Quedan diez minutos para el inicio de la sesión, pero no puedo entrar. Una cola de, al menos, cien personas y un cartelito con la palabra espere me lo impiden.

La fila cada vez es más gruesa por esa costumbre que tiene la gente de hacerse la tonta y situarse al lado del que guarda su turno como si fueran invisibles, un grupo de niños de no más de 13 años corretea a mi alrededor poniendo en peligro mi maltrecha uña del pie, que no termina de agarrarse por pisotones inoportunos, y la gente que acaba de ver la película que voy a ver yo comenta en voz alta lo buena o mala que le ha parecido, explicando con pelos y señales el argumento y alguna que otra escena.

Llega el momento de entrar en la sala. Antes intento entrar en el servicio, pero veo otra fila de gente esperando y se me quitan las ganas. Subo hasta la fila 15 y cuando estoy llegando se apagan las luces. Espero a que la claridad de la pantalla ilumine mi camino. Entre tinieblas y levantando a las siete personas que ya estaban sentadas en mi fila llego a mi sitio. ¡¡Al fin!! Pero entonces comienza lo peor.

Miro a mi alrededor y sólo veo comida. Palomitas, chucherías, chocolatinas, nachos, frutos secos, vasos gigantes de cocacola... Me pregunto si he ido a ver una película o a un macro-picnic. Mis dudas aumentan porque a mucha gente parece no importarle lo que se proyecta en la gran pantalla. Me cuesta seguir los diálogos entre el cuchicheo constante de los de la fila de atrás, el ruido que hace el de al lado cada vez que busca palomitas en su recipiente gigante o abre un paquete de gusanitos y el móvil que suena cada dos por tres. Mantener la concentración se convierte en un ejercicio de paciencia. Sólo hay que esperar a que se acabe la comida y a que la película sea buena para que los que le dan a la sin hueso terminen atrapados por el argumento.

Unas dos horas después termina la película y se encienden las luces. Tengo la manía de quedarme en mi sitio reflexionando sobre lo que he visto, leyendo los créditos y escuchando la banda sonora, pero eso hoy es casi una misión imposible. La gente salta de sus asientos como si un resorte les empujara hacia arriba. Quieren salir lo antes posible, supongo que para comer algo, y eso me deja dos opciones: o levantarme o encoger las piernas poniendo de nuevo en peligro mi maltrecha uña. Al fin salgo. Voy hacia el parking y mientras me convalidan el ticket una certeza me invade: “No vuelvo a venir al cine un fin de semana a la sesión de las diez”. Háganme caso, no hay nada mejor que ir entre semana a primera hora de la tarde.

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