EL ÚLTIMO HÉROE DE NARVIK. DANIEL PÉREZ


EL ÚLTIMO HÉROE DE NARVIK
En 1940, un grupo de españoles participó en el primer desembarco aliado de la II Guerra Mundial. Fue una carnicería. Aunque hoy nadie recuerda su gesta, el soldado Ramira sigue vivo para contarla.

El hombre que habla tiene 93 años y siete balazos en el cuerpo. Las cicatrices le suben por el pecho hasta la nuca, como una costura punteada y grotesca. Los proyectiles le dibujaron una cremallera en diagonal. En su torso de anciano ese hilván de piel arrugada y rota parece un trazo compuesto, un injerto simulado que debería pertenecer a la vida de otro. Pero esas heridas son suyas. Tan suyas como el recuerdo del agua roja de la bahía de Narvik, el reflejo del cañoneo sobre el helado mar de Noruega, el litoral en llamas, el vaivén de las barcazas.... Tan suyas como el miedo de entonces o la memoria de ahora.


El hombre que habla viste una humilde camisa de cuadros, pantalón de tergal, tiene gafas, apenas oye. Es un anciano que sonríe solo por un lado de la boca, pide paciencia extendiendo hacia abajo las palmas de las manos y alarga mucho las eses, por culpa del acento inglés. Vive en una casita modesta, estilo 'british', muebles robustos, papel pintado, clónica a las cientos que conforman la geografía urbana del barrio de Byfleet, en Surrey, al sur de Londres. Desde agosto está solo. Murió su mujer, Ascensión Belón, una 'niña de la guerra' de la localidad vizcaína de Ortuella. El hombre que habla insiste en que no es un héroe. Intenta desmentir lo que dicen sus medallas.

Miguel Ramira no se llama Miguel Ramira. Tiene una teoría particular al respecto. «Cuando empieza una guerra, todo puede cambiar: incluso tu nombre». Por ejemplo: el 18 de julio de 1936 eres un andaluz tranquilo y currante, natural de Grazalema, que vigilas animales en la sierra o haces de guardés por los cortijos de Málaga, y cuatro años después luchas en tierras nórdicas «bajo una bandera que no es la tuya» y con un nombre que no te pertenece. Es lo que el historiador Eduardo Pons Prades bautizó como «la entropía bélica», personalizada en Miguel: un día eres un pastor de Cádiz, preocupado porque la calima marroquí no suba y te seque los pastos y al poco tiempo te descubres a ti mismo intentando que no se te salgan las tripas sobre la cubierta de un buque extranjero, a miles de kilómetros de tu casa, porque te acertó en el barrido un recluta de Dortmund, ciudad que eres incapaz de situar en un mapa; un día das por hecho que le harás la corte a una chica del pueblo, comprarás un huertecito, envejecerás junto a las laderas guarnecidas de pinsapos y al poco tiempo te ves casándote en una iglesia londinense con una vizcaína de Ortuella, hija de un paria como tú, que intuye que pronto participarás en la mayor operación militar de la historia, la batalla de Normandía, y que te pide una y otra vez que te cuides, que no te expongas, como si tanto ruego y tanta súplica pudiera salvarte de algo.

Miguel Ramírez nació en una pequeña aldea gaditana, ya está dicho. También que fue pastor y jornalero. Hasta el invierno del 39, su historia es la de una lucha en retirada permanente. Peleó con los guerrilleros republicanos en la Sierra de Ronda, se replegó hasta Málaga y Valencia adscrito a la 31 brigada mixta, y después en el Ebro, con el mítico cuerpo 12 del Ejército. Más tarde, la derrota: Barcelona, La Junquera y un campo de internamiento en Perpignan. Miguel Ramira, el hombre que habla, nació poco después, ya en Francia, cuando el hambre y la amenaza latente de la deportación le hizo alistarse en la Legión Francesa bajo el paraguas de otra identidad. Un funcionario apuntó mal su apellido y Miguel aceptó el trueque: un nuevo nombre a cambio de una nueva vida.

A Miguel no se le escapa que los republicanos enrolados en la Legión Francesa, con el chantaje explícito del regreso forzoso al otro lado de los Pirineos, estaban allí para ser carne de cañón. Su entrenamiento en Orán no fue un paseo. Algunos oficiales franceses los miraban con recelo, como una comitiva extraña de espectros enflaquecidos, inútiles para la batalla. «Olvidaban que teníamos muchos más motivos que ellos para enfrentarnos a Alemania». Gernika, la Cóndor, los blindados de Madrid. «Además -explica Ramira-, cualquiera de nosotros llevaba tres años de guerra encima». La mayoría de los superiores, tácticos novatos y chicos de academia que sospechaban del carácter anárquico y supuestamente indisciplinado de los exiliados españoles, no había entrado jamás en combate.

El 12 de mayo de 1940 se produjo el primer desembarco aliado de fuerzas bajo fuego enemigo de la Segunda Guerra Mundial. «Al final solo les sirvió como prueba». La Wehrmacht había ocupado Noruega en abril. En el puerto de Narvik, un fondeadero natural escoltado de montañas («una pesadilla para cualquier atacante»), cargaban el hierro sueco que surtía las fábricas del III Reich. «La única manera de tomarlo era con una de esas operaciones anfibias de las que todo el mundo hablaba, pero que nadie había probado nunca». Los cuerpos expedicionarios británico y francés decidieron intentarlo. A los españoles de la 13 Semibrigada les tocó ejercer la vanguardia en aquel asalto.

El peso de las botas
Corrió por los acantilados, cuesta arriba, por los desfiladeros, por las lenguas de los fiordos, por los fangales de los ríos, encarando las montañas desde las que disparaban los alemanes. De un risco a otro. Hasta que en mitad de una noche polar algo le mordió en el pecho, en el hombro y en la nuca. Algo que le cerró los ojos.

Miguel fue evacuado hasta Escocia. Cuando le dieron el alta, los aliados le pagaron la entrega con la opción de vivir en un estadio de carreras para galgos, hacinado con otros miles de refugiados europeos. En la pantalla del cine de Shepherd Bush escuchó a Winston Churchill gritar aquello de que en el mundo se libraba una cruzada entre el bien y el mal. El 28 de agosto, apenas repuesto de sus heridas, se alistó en el Regimiento Real de la Reina. «Esta vez di el paso de forma voluntaria», explica. Sentía, «modestamente», que no podía hacer otra cosa.

Con el Regimiento luchó en el Lejano Oriente, hasta que lo transfirieron a la Compañía Número Uno del Cuerpo de Pioneros (la 'Spanish Company'). Haciendo guardias en Bournemouth, en abril del 44, descubrió las maniobras que los aliados hacían en New Forest. El ensayo general del Día D. Se preguntó si le tocaría participar en la toma de Francia. Pensó que sí. Acertó.

Desembarcó en Normandía poco después del asalto, pero, por suerte, esta vez no sufrió la primera línea. Tensó alambradas. Construyó puentes. Antes de ser desmovilizado, en 1946, Miguel Ramira perdió la última batalla. El alto mando aliado decidió que con Berlín era suficiente. Los miles de españoles que luchaban bajo todas sus banderas asistieron con estupor a la renuncia de Yalta. «Primero Hitler», nos decían. «Después, Franco». «Nos engañaron». «Yo estaba y estoy en contra de todas las dictaduras, sean del color que sean».

A Miguel le cabe el orgullo, no obstante, de haber contribuido (con su sangre) a liberar al mundo de un monstruo. También de que la historia comience, poco a poco, a reconocerle su gesta. El investigador francés George Blond escribe sobre el soldado Ramira y sus compañeros: «Muchos oficiales los habían mirado con desconfianza, llamándolos despectivamente 'los rojos' y lamentándose de que estuvieran en Noruega. Sin embargo, después destacaron en sus informes que 'se habían batido como leones' en las escarpadas sierras de Narvik». Quinientas lápidas nevadas y grises, perdidas en un pequeño cementerio nórdico, dan fe, con su silencio, de que así lo hicieron.
PUBLICADO EN DIARIO SUR

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