MONARQUÍA O REPÚBLICA. CARLOS IGNACIO TAIBO


MONARQUÍA O REPÚBLICA

Uno de los legados --de las imposiciones, por mejor decirlo-- de la transición es la institución monárquica. En los hechos, y habida cuenta de las reglas del juego entonces desplegadas, la monarquía se impuso sin discusión e impidió buscar otros caminos. Se perfiló entonces un mito que hizo de la monarquía la única instancia que permitía dejar atrás, y cerrar, el trauma de la guerra civil, como si con ocasión de ésta la propia monarquía no se hubiese situado con claridad del lado de los militares sublevados, y como si en todo momento no se hubiese encargado de preservar una relación fluida con el franquismo.


Lo menos que puede hacerse a estas alturas es reseñar el sinfín de interesadas manipulaciones que han rodeado a la figura del rey Juan Carlos. Recordemos por lo pronto que el monarca nunca disintió de Franco en vida de éste, cuando recibió, por añadidura, una formación castrense, nada abierta ni liberal. Subrayemos que nunca se vio sometido a ninguna suerte de elección democrática. Se ha referido muchas veces la simbólica y cordial conversación entre Juan Carlos y la viuda de Manuel Azaña, en México, en 1979. Tras la aparente igualdad de uno y de otra se escondía, claro, el deseo de modelar la imagen de un monarca que, vencedor, se mostraba magnánimo y generoso, sin antes haber tenido que refrendar, de forma inapelable, el apoyo popular a su persona. Resaltemos en paralelo el vigor de un ingenioso proceso de construcción de caracteres que ha acabado por inventar, de la mano de olvidos y censuras, un personaje claramente irreal. 

Ahí está, para testimoniarlo, la supuesta modestia de un soberano que habría renunciado a vivir en el Palacio Real de Madrid para residir en un pequeño palacete, rodeado de un número muy reducido de colaboradores y con un presupuesto muy bajo. No puede sorprender que al calor de descripciones como ésa se haya preferido obviar, una y otra vez, cualquier consideración seria sobre el presupuesto de la Casa Real --las informaciones divulgadas a finales de 2011 en modo alguno han disipado las dudas-- y sobre la financiación externa de aquélla, en un escenario en el que no faltan quienes piensan que el 'caso Urdangarín' ha sido utilizado a la postre como instrumento encaminado a ocultar problemas mayores que afectarían a personas más importantes. “Fuera de loas y ditirambos no hay más que vacío, como si se tratara de un querubín, ascendido del limbo del franquismo al cielo de la democracia. Incontaminado, por encima de las miserias de los hombres. En él no hay etapas, ni decisiones, ni maniobras, ni dudas, ni mucho menos equivocaciones y reticencias” (Gregorio Morán). Sólo elefantes muertos.

Más allá de lo dicho, obligado resulta dejar constancia del equívoco papel desempeñado por el rey en los días del fracasado golpe de Estado de febrero de 1981. Aunque quizá tiene al cabo mayor relieve su permanente apoyo, después, al orden establecido. ¿Alguien tiene conocimiento de que el monarca, que ha oficiado una y otra vez como intermediario al servicio de las grandes empresas, haya plantado cara, siquiera sólo sea verbalmente, a la rapiña a la que se han entregado los bancos? Un eficiente manto protector que encubre todas estas miserias es la omnipresente sugerencia de que la mayoría de los españoles, hablando en propiedad, no serían monárquicos, sino 'juancarlistas'. En un país en el que la censura con respecto al rey ha operado de forma consistente, ¿cuál es el rigor que corresponde a semejante afirmación? ¿Cómo se reformulará --con certeza asistiremos a ello-- la propuesta en cuestión cuando llegue el momento de asumir un ejercicio paralelo de invenciones en relación con el sucesor en la cadena dinástica? En un lugar en el que las encuestas, en fin, parecen reflejar que la monarquía --cuestionada desde la derecha, desde la izquierda y, naturalmente, desde los nacionalismos de la periferia-- no se encuentra en sus mejores horas, ¿no es éste el momento adecuado para reabrir un debate que se cerró de mala manera en la segunda mitad del decenio de 1970?

Me traicionaría a mí mismo si no agregase que el único motivo serio que invita a respaldar la opción republicana es la podredumbre de la monarquía que padecemos. Lo digo porque esa opción sobreentiende a menudo que los problemas más importantes que arrastramos se vinculan estrecha y exclusivamente con la institución monárquica. ¡Como si una república los resolviese de forma mágica! Se impone recordar, antes bien, que la mayoría de los Estados miembros de la UE son repúblicas sin que ello de por sí garantice nada relevante. Es verdad, ciertamente, que en el caso español la reivindicación de una república no sólo hunde sus raíces en la certificación de la condición de la monarquía realmente existente: bebe también del deseo de devolver su dignidad al régimen político que imperó en el decenio de 1930. 


Aunque semejante deseo es muy respetable --cómo no honrar a los maestros republicanos, cómo no recordar a quienes plantaron cara al fascismo--, bueno sería que las gentes que pretenden darle rienda suelta guarden las distancias con respecto a lo que al final se antoja, también aquí, un delicado proceso de invención de una tradición. Ningún favor hacemos a la verdad si ahorramos críticas a lo que fue la segunda república. No hablo ahora, claro, de las que ha vertido la literatura revisionista de la derecha ultramontana: pienso, antes bien, en las que ponen el dedo en la llaga de cómo la república sirvió de asiento a los intereses de una ascendente burguesía que no dudó en mantener afilados instrumentos de represión contra las clases populares que decía querer alfabetizar. 

Pienso en cómo a la postre dejó las cosas como estaban en ámbitos decisivos. O pienso en la necesidad de desactivar los mitos que con el paso del tiempo se han forjado alrededor de personajes tan equívocos como Azaña y Ortega; el primero retratado como un estadista portador de un proyecto nacional modernizador y en modo alguno vinculado con la burguesía ascendente recién mencionada, y el segundo descrito, sin más, como un impecable demócrata, europeísta, federalista y tolerante. Bueno será, las cosas como fueren, que no perdamos de vista que a menudo colocamos bajo la etiqueta general de republicanos a muchas gentes que, desde la perspectiva de una inapelable revolución social, pelearon por otros horizontes.

Monarquía o república (extraído de 'España, un gran país. Transición, milagro y quiebra', Catarata, Madrid, 2012)

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