MEDICAMENTOS
EN BUSCA DE LA ENFERMEDAD
El fraude por el que GlaxoSmithKline
debe pagar una multa astronómica obedece a la estrategia de ‘crear’ patologías
para vender más. El Paxil se presentó como ‘la píldora de la timidez’
La imagen de la Big Pharma ha sufrido un
nuevo golpe. Dos grandes laboratorios farmacéuticos, GlaxoSmithKline y Abbott,
han aceptado en las últimas semanas pagar multas astronómicas por haber
incurrido en graves malas prácticas en la promoción y venta de medicamentos.
Ambas compañías se han reconocido culpables y han aceptado sendos acuerdos
extrajudiciales para evitar males mayores, en el caso de que los procesos que
se seguían contra ellas llegaran a juicio. Las malas prácticas reconocidas
incluyen vender medicamentos para patologías en las que no están indicados,
pagar a los médicos dádivas y sobornos para que los prescriban y, lo que es más
grave, ocultar la existencia de efectos adversos.
En el trasfondo de estas multas
multimillonarias subyace el giro estratégico emprendido por algunos
laboratorios a finales de los años ochenta para incrementar los beneficios, no
por la vía de obtener nuevos y mejores fármacos, algo que resulta cada vez más
costoso, sino por la de conseguir nuevas indicaciones para sus viejos
medicamentos. Esta estrategia incluye la creación artificial de enfermedades,
lo que en inglés se conoce como disease mongering, es decir, el intento, muchas
veces culminado con éxito, de convertir procesos naturales en la vida como la
menopausia, la tristeza o la timidez, en patologías susceptibles de ser
tratadas con fármacos.
Dos casos han contribuido a afianzar la
imagen de villana que acompaña a la Big Pharma, para disgusto de los
laboratorios serios y comprometidos, que deploran este tipo de comportamientos.
El papel de héroe lo ha asumido en este caso el Gobierno de Estados Unidos, que
bajo la presidencia del demócrata Bill Clinton decidió acabar con los abusos y
desmanes en que incurrían algunas farmacéuticas dispuestas a saltarse las normas
de la ética e incluso la ley para preservar la cuenta de resultados.
GlaxoSmithKline, la tercera mayor
farmacéutica del mundo, con una facturación de 33.998 millones de euros en
2010, tendrá que pagar ahora 2.400 millones de euros por haber promovido durante
años la prescripción en menores de un antidepresivo, el Paxil, autorizado
únicamente para adultos por los efectos adversos demostrados en pacientes
jóvenes; por haber indicado otro medicamento, el Wellbutrin, para procesos en
los que no tenía actividad terapéutica demostrada, como la obesidad o la
disfunción sexual; y por haber ocultado que uno de sus medicamentos más
vendidos, el Avandia, aprobado para tratar la diabetes, aumentaba el riesgo de
afección cardiaca.
El de GSK ha sido considerado el mayor
fraude de la historia, pero no era el único. En mayo, la farmacéutica Abbott
llegó a un acuerdo similar y aceptó pagar una multa de 1.225 millones de euros
por haber extendido el uso de un anticonvulsivo aprobado en 1983 para tratar la
epilepsia y el trastorno bipolar, a otras patologías en las que no tiene
ninguna eficacia probada, como la agitación en ancianos con demencia senil. El
laboratorio pagó durante 10 años a médicos y residencias de ancianos para que
prescribieran el fármaco. También Pfizer aceptó pagar en 2009 una multa de
1.800 millones de euros por la promoción fraudulenta de otros 13 medicamentos.
En la mayor parte de estos casos subyace
una misma estrategia: promover de forma fraudulenta el uso de fármacos en
afecciones en las que no están indicados. Y una vez logrado, ocultar los
efectos adversos para evitar perder mercado. La comercialización de Paxil en
1999 es un ejemplo paradigmático de disease mongering. Hasta ese momento se
reconocía como entidad patológica la agorafobia, un trastorno muy severo por el
cual las personas que lo sufren son incapaces de salir de casa y cuando lo
hacen, pueden sufrir ataques de pánico. El lanzamiento de Paxil se centró en
una nueva entidad, la fobia social, que daba mucho juego puesto que podía abarcar
desde formas leves de agorafobia a la simple y llana dificultad para hablar en
público. Paxil se presentó con gran acompañamiento mediático como la píldora de
la timidez y el laboratorio eligió para su lanzamiento en Europa la ciudad de
Londres, capital del reino donde, según el tópico, hay más tímidos.
El Paxil era en realidad un viejo
antidepresivo, la paroxetina, que volvía al mercado con nuevos ropajes y, por
supuesto, nueva indicación. Cuando desde los foros de salud pública se criticó
al laboratorio por esta manipulación, sus responsables culparon a la prensa de
la distorsión. Pero en su discurso ante la junta de accionistas, el que
entonces era el máximo ejecutivo de la división responsable del nuevo fármaco,
Barry Brand, fue bastante más sincero: “El sueño de todo comercial es dar con
un mercado por conocer o identificar, y desarrollarlo. Eso es justamente lo que
hemos logrado hacer con el síndrome de ansiedad social”, proclamó, entre
grandes aplausos. Efectivamente, la evolución de la compañía en Bolsa así lo
acreditaba.
En la misma época que el Paxil se
comercializó toda una oleada de fármacos conocidos como las píldoras de la
felicidad destinados a librarnos, a golpe de pastilla, de las angustias,
temores, fobias y frustraciones que inevitablemente nos acompañan en la vida.
En la mayoría de los casos eran principios activos con eficacia demostrada en
muy acotadas patologías. El objetivo de la estrategia de comercialización era
ampliar todo lo posible el campo terapéutico a cubrir.
En las últimas décadas, la industria se
debate entre el viejo paradigma de buscar nuevos o mejores fármacos para las
viejas y nuevas enfermedades, algo que resulta muy arriesgado, y el que
defienden los ejecutivos más agresivos, muchos de los cuales no tienen ninguna
relación con la farmacología, partidarios de recurrir a otras estrategias para
aumentar los beneficios. Así se ha pasado muchas veces del viejo paradigma de
“enfermedad en busca de medicamento” al mucho más lucrativo de “medicamento en
busca de enfermedad”.
Esta estrategia, objeto de numerosos
artículos en las revistas médicas, suele articularse en tres fases. En la
primera se trata de identificar las patologías, próximas o no a la indicación
inicial, en las que podría justificarse de algún modo la prescripción del
fármaco. La segunda consiste en colonizar los medios de comunicación con
estudios, reportajes y entrevistas, de apariencia independiente, sobre la
importancia social de la patología a tratar, y lo mucho que sufren quienes las
sufren. Una vez sensibilizada la población y las autoridades sanitarias, se
pasa a la tercera fase: ofrecer la solución. Para lograr este círculo virtuoso
es importante contar, si es posible, con el concurso de los propios pacientes.
En 1999 la oficina de Nueva York de PRNews
contabilizó un millón de menciones del nuevo fármaco Paxil, el único aprobado
hasta ese momento contra la ansiedad social. Una investigación posterior del
diario The Washington Post reveló que entre 1997 y 1998 se habían publicado más
de 50 reportajes extensos en la prensa norteamericana sobre lo terrible que era
la ansiedad social y lo mucho que estaba aumentando.
A esa época pertenecen también los dos
fármacos que mejor simbolizan los grandes réditos de esta estrategia: Viagra y
Prozac. Poco antes del lanzamiento de Viagra, los problemas de la disfunción
eréctil tuvieron una sorprendente atención en los medios de comunicación. Entre
los estudios de mayor eco mediático figuraba uno que revelaba que nada menos
que el 72% de los hombres entre 40 y 70 años de Estados Unidos sufrían algún
tipo de dificultad a la hora de conseguir la erección, lo cual resultaba
terriblemente alarmante para los expertos que opinaban sobre el tema. La
píldora azul ha tenido tal éxito que no solo se prescribe en los casos de
auténtica disfunción eréctil, sino en muchos otros en los que es dudoso que
tenga alguna eficacia. Últimamente se usa también con fines recreativos, para
prolongar la erección. No existen estadísticas precisas de las víctimas,
incluso mortales, de estos abusos, pero las hay.
La fluoxetina, el principio activo de
Prozac, se aprobó en Estados Unidos en 1992. Llegó a España en 1997 precedida
por una intensa y exitosa campaña que incluía menciones elogiosas en obras
literarias y cinematográficas. La comercialización de Prozac incorporó una
novedad: por primera vez los laboratorios no se dirigían a los médicos para
aumentar la prescripción, sino a los posibles usuarios. Como era de esperar,
batió el récord de progresión de ventas de un fármaco. Ya en el primer año se
vendieron dos millones de unidades, la mayor parte con cargo a la Seguridad
Social, a la que se le pasó una factura de 9.200 millones de pesetas.
Para hacerse una idea de lo que esa
cifra representa basta con recordar que el lanzamiento de Prozac coincidió con
la promulgación de la normativa que introducía en España la comercialización de
genéricos y el sistema de precios de referencia. La aplicación combinada de
esas dos medidas debía producir el primer año un ahorro de 8.000 millones.
Prozac se comió todo el ahorro previsto.
Siguiendo fielmente la pauta del disease
mongering se presentó también el fármaco que debía ayudar a las mujeres a
superar esa fase tan terrible de la vida que es la menopausia, protegerlas del
infarto y la osteoporosis y garantizarles poco menos que la eterna juventud: la
controvertida terapia hormonal sustitutoria. De nuevo llegó al mercado
precedida de un gran número de reportajes e informes sobre las consecuencias de
la menopausia, que no solo trae sofocos, sequedad vaginal, aumento de peso y
dificultades para dormir, sino graves riesgos para la salud. Varios estudios
habían mostrado que la caída de estrógenos tras la menopausia hace perder a las
mujeres la protección que tenían frente al infarto y acelera la pérdida de masa
ósea. Todo ello era cierto, pero no lo era tanto que el nuevo fármaco tuviera
los efectos protectores que proclamaba. A pesar de ello, se presentó como la
gran panacea. Como ocurrió en otros países, los jefes de ginecología de los
principales hospitales españoles convocaron a la prensa para recomendar que la
terapia fuera administrada con carácter preventivo a todas las mujeres a partir
de los 50 años y por un periodo de por lo menos 10. Afortunadamente, la
Seguridad Social no les hizo caso.
Durante los años siguientes se produjo
un goteo de estudios que alertaban de los posibles efectos adversos de esta
terapia. En 2002, cuando en España ya la habían tomado más de 600.000 mujeres y
en Estados Unidos más de 20 millones, llegó el “jarro de agua fría a la eterna
juventud femenina”, para utilizar la expresión con que tituló la crónica el
diario The New York Times. La FDA interrumpió de golpe un estudio en el que
participaban 16.000 mujeres, el Women Health Iniciative, que debía demostrar
todas las bondades y efectos preventivos por los que se estaba recetando. El
estudio debía finalizar en 2005, pero los resultados preliminares indicaban que
el tratamiento no solo no tenía los efectos protectores sino que a partir de
los 5,2 años de tratamiento, aumentaba el riesgo de sufrir cáncer de mama
invasivo y accidente cerebro-vascular. Con el tiempo se ha visto que el fármaco
tiene su utilidad en casos muy concretos y muy cuidadosamente evaluados, pero
nunca debe administrarse, como se pretendió, como tratamiento preventivo con
carácter general y menos como “píldora” para combatir el miedo a envejecer.
Mientras tanto, nuevos síndromes han
aparecido y son objeto de intensas campañas para que se les reconozca como
patología tratada. Nuevos fármacos se suman a la estrategia del disease
mongering. La polémica se centra ahora en el amplio abanico de los trastornos
de la personalidad, el desorden bipolar y el déficit de atención.
Efectos adversos que no debían salir a
la luz
En 2004 se supo que GSK había ocultado
que entre los niños y adolescentes tratados con Paxil se producía una mayor
tasa de pensamientos y conductas suicidas. Al ser descubierta, la compañía
llegó a un acuerdo extrajudicial y se comprometió a publicar todos los datos de
sus estudios clínicos. Mientras tanto, la investigación de este y otros casos
motivó en 2007 un cambio legislativo en Estados Unidos que obligó a las
farmacéuticas a publicar todos los datos de los estudios clínicos que hicieran.
Esta normativa es la que permitió descubrir que GSK había ocultado también
datos comprometedores de su fármaco Avandia, que se recetaba para tratar la
diabetes.
La farmacéutica había iniciado en 1999
un estudio secreto para averiguar si Avandia era más seguro que su competidor
Actos, de la empresa Takeda. Los resultados fueron desastrosos: no solo no era
más eficaz, sino que presentaba un significativo mayor riesgo de daño cardiaco.
Estos resultados deberían haberse comunicado a las autoridades sanitarias, pero
en lugar de hacerlo, la compañía hizo todo tipo de maniobras para evitar que
trascendieran. Una investigación del diario The New York Times reveló en 2010
diversos correos internos entre directivos en los que se advertía de que los
datos del estudio no debían ver, bajo ningún concepto, “la luz del día”.
Los riesgos de Avandia fueron
confirmados en un estudio independiente de un cardiólogo de Cleveland. GSK
reconoció que conocía los riesgos de Avandia desde 2005, pero las
investigaciones posteriores indican que la compañía ya tenía conocimiento de
los efectos adversos no declarados desde antes de su comercialización, en 1999,
y no solo permitió que se prescribiera sin ninguna advertencia, sino que hizo
todo lo posible por ocultarlo sabiendo que había alternativas más seguras para
los pacientes.
Que Avandia mantuviera su cuota de
mercado era una cuestión estratégica para GSK, en un momento en que su
portafolio estaba huérfano de nuevos productos. Entre los documentos conocidos
ahora figura un informe interno, en el que la compañía evaluaba el coste que
tendría la revelación de los efectos adversos: 600 millones de dólares solo
entre 2002 y 2004.
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