LA
REALIDAD Y SU MAL
Presunción de inocencia más arriba o
abajo, mantenida o quebrada, el caso de José Bretón nos ha enfrentado con una
cuestión básica, en el eje de nuestra convivencia social: qué nivel de maldad
puede asimilar la sociedad. Según el artículo 25.2 de la Constitución,
"Las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad estarán
orientadas hacia la reeducación y reinserción social", lo que ya establece
el límite moral, la frontera interior, que esta sociedad está dispuesta a
admitir. Si en nuestro ordenamiento no cabe la pena de muerte, y todas las
penas privativas de libertad "estarán orientadas hacia la reeducación y
reinserción", significa que partimos de la base de que todos los
criminales, sean de la intensidad, de la gravedad, del grado de aberración que
fueren, serán reconducidos hacia el área del bien, a la reeducación, hacia esa
reinserción que les hará, algún día, volver a ser, de nuevo, los vecinos de
alguien.
Suponer todo esto es aceptar demasiadas
consecuencias de antemano. Una cosa es la premisa legal -que cualquier
delincuente, entonces, es susceptible de esa reeducación- y otra que la
reeducación pueda ser efectiva en cualquier caso. Dejando a un lado el contexto
histórico, jurídico y político de la Constitución de 1978 y, por tanto, de su
artículo 25, habría que preguntarse si nuestra sociedad está dispuesta a
aceptar, asumir, abrazar, el margen de error lógico que conlleva el precepto, a
saber: si queremos que alguien, cualquiera, que sea autor de un delito que se
encuentre más allá de lo aceptable para una sociedad, pueda volver a ser el
vecino de alguien. Ya sé que en nuestro marco histórico, jurídico y político, y
por tanto en una sociedad tan polarizada como la nuestra, defender la necesidad
de la cadena perpetua es considerado un rasgo neoconservador, directamente
extremo, y me da igual: porque el razonamiento, en un sentido u otro, ha de
estar por encima de cualquier etiquetado, sobre todo si es político.
Recuerdo a Sandra Palo: hay ciertos
niveles de maldad, de tortura y de malignidad, que no son susceptibles de una
reeducación. Se reeduca, se instruye, se ayuda, se apoya, a quien no ha tenido
la oportunidad de encontrar una línea humanista en la vida, de comprenderla, de
sentirla y vivirla. No hablo, por supuesto, de abrir la veda a un nuevo sistema
penal vengativo, pero sí a otro más consciente de que la maldad existe, que hay
que vivir con ella y contra ella, combatirla y saber diferenciarla de una
reeducación. Quien mata y quema viva a una muchacha, sea Sandra Palo o su
propia hija, una vez condenado, no puede aspirar ni a una reeducación real, ni
a una reinserción verdadera, ni a volver a pisar una calle de todos. Esta sociedad
debe abandonar su hipocresía y atreverse a mirar la realidad y su mal.
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