LAS RENUNCIAS DE LA IZQUIERDA EN LA TRANSICIÓN. CARLOS IGNACIO TAIBO


LAS RENUNCIAS DE LA IZQUIERDA EN LA TRANSICIÓN

La izquierda que engulló la transición mostró en todo momento un  irrefrenable deseo de ser tolerada y una paralela disposición a hacer  lo preciso para conseguirlo. Con esa vocación, nunca peleó en serio  por una ruptura, por mucho que la retórica a menudo dijese otra cosa,  y se enfrentó en todo momento a cualquier tipo de radicalismo, con la clara disposición de aceptar lo que se exigía desde los aparatos de poder. Gregorio Morán se ha atrevido a  sugerir que conviene recelar de la visión, tan extendida, que apunta,  a efectos de explicar la actitud de la izquierda oficial, el poderío  ingente de los aparatos del franquismo . En su percepción, la opción en provecho del consenso no surgió de una suerte de cortés deferencia de unas fuerzas políticas para con otras: vio la luz, antes bien, de resultas del designio de convertir al conjunto de la clase política en  una garantía frente a la fragilidad de los aparatos franquistas.


Las cosas como fueren, las señales de renuncia de la izquierda, sobre  la base de un acatamiento de lo que suponían la monarquía, el orden  capitalista y el bloque militar occidental, fueron muchas. La  primera la acabamos de mencionar: una aceptación de la institución  monárquica que en un grado u otro bebía de la intuición linziana  --siempre Linz-- de que la presencia de un monarca no electo tenía  efectos positivos en materia de estabilidad, efectos que no se hacían  valer, en cambio, en los casos de modelos políticos con un presidente  elegido por la población. Llamativo fue, de cualquier modo, que la  izquierda oficial renunciase a promover un referendo sobre la forma de Estado y se abstuviese de defender en paralelo un derecho, el de autodeterminación, que el PSOE, sin ir más lejos, postulaba todavía en  1976.

Con los grandes principios arrinconados, a duras penas sorprenderá que cobrasen cuerpo prosaicas formas de moverse en la política. El Partido Socialista llevaba años más interesado en deshacerse de sus viejos aparatos que en asumir cualquier tipo de estrategia de lucha  antifranquista en la clandestinidad. Su actitud con respecto a las demás fuerzas de la izquierda, y en singular al Partido Comunista de España, fue permanentemente egoísta y sectaria. Felipe González dejó claro en repetidas oportunidades que participaría en las elecciones aun cuando no todas las fuerzas de izquierda estuviesen legalizadas. Claro es que, puestos a buscar conductas oportunistas, la  UCD no fue a la zaga del PSOE: la legalización postrera del PCE mucho  le debió a los intereses de los centristas en lo que respecta a la  división de sus rivales y al debilitamiento electoral del Partido  Socialista. Pero, para volver a la izquierda oficial, lo que a la  postre despuntó fue una permanente renuncia a articular un orden  político en el que el criterio de la estabilidad no fuese fundamental.  En esa tarea resultó vital el papel del propio PCE, cuyo recién  instaurado eurocomunismo, pese a incorporar una respetable dimensión  de ruptura con respecto a las imposiciones que llegaban de la URSS, acarreó al tiempo una  ceptación cabal de muchas miserias. No está de más recordar que tras la aprobación de la Constitución en 1978 el Partido Comunista reclamó un gobierno de gran coalición entre UCD, PSOE y el propio PCE…

No fue más estimulante el panorama en el ámbito de la economía y de  la vida social. Las movilizaciones sindicales, ante todo protagonizadas por CCOO, tuvieron más que ver, claramente, con problemas laborales que con reivindicaciones que trascendiesen estos últimos. En el mejor de los casos se trataba de ejercer presión sobre los gobernantes para que modificasen algunas de sus actitudes y medidas: pelear por imponer un proyecto distinto no estuvo nunca en el horizonte. Era el mismo proceso mental que se revelaba al calor de un lema que disfrutó de cierto predicamento en las manifestaciones de la oposición: el “Juan Carlos, escucha” implicaba, por lógica, una renuncia a defender un proyecto genuinamente propio y una suerte de entrega, más bien sumisa, a la eventual generosidad, y a la  inteligencia, de quienes dirigían el país. Con mimbres como éstos se  forjaron en 1977 los llamados pactos de la Moncloa, traducidos en  incrementos salariales claramente por debajo de la inflación y en  restricciones en el gasto social. A su amparo ganó terreno un programa  de modernización capitalista en el que era difícil barruntar una perspectiva siquiera vagamente socialdemócrata. El PCE, acaso temeroso de quedar un tanto al margen del proceso general, fue adalid principal de unos pactos que en nada beneficiaban a la clase obrera a la que decía representar: los intereses de los representados quedaban supeditados, una vez más, a los de una burocracia dirigente. En  términos generales, y en un escenario en el que hubo, bien es cierto,  movilizaciones obreras muy valerosas, el discurso de la lucha de clases se difuminó casi siempre en provecho de la invocación ritual del pueblo o de la nación.

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