LAS
RENUNCIAS DE LA IZQUIERDA EN LA TRANSICIÓN
La izquierda que engulló la transición
mostró en todo momento un irrefrenable
deseo de ser tolerada y una paralela disposición a hacer lo preciso para conseguirlo. Con esa vocación,
nunca peleó en serio por una ruptura,
por mucho que la retórica a menudo dijese otra cosa, y se enfrentó en todo momento a cualquier tipo
de radicalismo, con la clara disposición de aceptar lo que se exigía desde los
aparatos de poder. Gregorio Morán se ha atrevido a sugerir que conviene recelar de la visión, tan
extendida, que apunta, a efectos de
explicar la actitud de la izquierda oficial, el poderío ingente de los aparatos del franquismo . En su
percepción, la opción en provecho del consenso no surgió de una suerte de
cortés deferencia de unas fuerzas políticas para con otras: vio la luz, antes
bien, de resultas del designio de convertir al conjunto de la clase política en
una garantía frente a la fragilidad de
los aparatos franquistas.
Las cosas como fueren, las señales de
renuncia de la izquierda, sobre la base
de un acatamiento de lo que suponían la monarquía, el orden capitalista y el bloque militar occidental,
fueron muchas. La primera la acabamos de
mencionar: una aceptación de la institución monárquica que en un grado u otro bebía de la
intuición linziana --siempre Linz-- de
que la presencia de un monarca no electo tenía efectos positivos en materia de estabilidad,
efectos que no se hacían valer, en
cambio, en los casos de modelos políticos con un presidente elegido por la población. Llamativo fue, de
cualquier modo, que la izquierda oficial
renunciase a promover un referendo sobre la forma de Estado y se abstuviese de
defender en paralelo un derecho, el de autodeterminación, que el PSOE, sin ir
más lejos, postulaba todavía en 1976.
Con los grandes principios arrinconados,
a duras penas sorprenderá que cobrasen cuerpo prosaicas formas de moverse en la
política. El Partido Socialista llevaba años más interesado en deshacerse de
sus viejos aparatos que en asumir cualquier tipo de estrategia de lucha antifranquista en la clandestinidad. Su
actitud con respecto a las demás fuerzas de la izquierda, y en singular al
Partido Comunista de España, fue permanentemente egoísta y sectaria. Felipe
González dejó claro en repetidas oportunidades que participaría en las
elecciones aun cuando no todas las fuerzas de izquierda estuviesen legalizadas.
Claro es que, puestos a buscar conductas oportunistas, la UCD no fue a la zaga del PSOE: la legalización
postrera del PCE mucho le debió a los
intereses de los centristas en lo que respecta a la división de sus rivales y al debilitamiento
electoral del Partido Socialista. Pero,
para volver a la izquierda oficial, lo que a la postre despuntó fue una permanente renuncia a
articular un orden político en el que el
criterio de la estabilidad no fuese fundamental. En esa tarea resultó vital el papel del propio
PCE, cuyo recién instaurado
eurocomunismo, pese a incorporar una respetable dimensión de ruptura con respecto a las imposiciones que
llegaban de la URSS, acarreó al tiempo una
ceptación cabal de muchas miserias. No está de más recordar que tras la
aprobación de la Constitución en 1978 el Partido Comunista reclamó un gobierno
de gran coalición entre UCD, PSOE y el propio PCE…
No fue más estimulante el panorama en el
ámbito de la economía y de la vida
social. Las movilizaciones sindicales, ante todo protagonizadas por CCOO,
tuvieron más que ver, claramente, con problemas laborales que con reivindicaciones
que trascendiesen estos últimos. En el mejor de los casos se trataba de ejercer
presión sobre los gobernantes para que modificasen algunas de sus actitudes y
medidas: pelear por imponer un proyecto distinto no estuvo nunca en el
horizonte. Era el mismo proceso mental que se revelaba al calor de un lema que
disfrutó de cierto predicamento en las manifestaciones de la oposición: el
“Juan Carlos, escucha” implicaba, por lógica, una renuncia a defender un
proyecto genuinamente propio y una suerte de entrega, más bien sumisa, a la
eventual generosidad, y a la inteligencia,
de quienes dirigían el país. Con mimbres como éstos se forjaron en 1977 los llamados pactos de la
Moncloa, traducidos en incrementos
salariales claramente por debajo de la inflación y en restricciones en el gasto social. A su amparo
ganó terreno un programa de
modernización capitalista en el que era difícil barruntar una perspectiva
siquiera vagamente socialdemócrata. El PCE, acaso temeroso de quedar un tanto
al margen del proceso general, fue adalid principal de unos pactos que en nada
beneficiaban a la clase obrera a la que decía representar: los intereses de los
representados quedaban supeditados, una vez más, a los de una burocracia
dirigente. En términos generales, y en
un escenario en el que hubo, bien es cierto, movilizaciones obreras muy valerosas, el
discurso de la lucha de clases se difuminó casi siempre en provecho de la
invocación ritual del pueblo o de la nación.
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