RECOMENDACIÓN LITERARIA


EL PAÍS DE LAS ÚLTIMAS COSAS. PAUL AUSTER
No es una novela de ciencia-ficción, aunque haya sido considerada así y tenga algún punto de contacto con esta modalidad. Si bien se puede suponer que transcurre en el futuro, nada indica que el resto del mundo donde se sitúa el país de las últimas cosas sea distinto del nuestro. Simplemente, es la versión degradada del mundo actual y funciona como un temible augurio de lo que podría sucederle (sucedernos). No sólo no hay seres extraterrestres (aunque este no es un componente imprescindible de la novela de ciencia-ficción), sino que no son necesarios porque el ser humano se ha vuelto la peor amenaza para sí mismo y está consumando la destrucción de su propia civilización: “La ciudad parece estar consumiéndose poco a poco, pero sin descanso, a pesar de que sigue aquí”. No hay enemigos exteriores porque el hombre es su propio enemigo. Es la propia dinámica interna del sistema la que lo lleva a su degradación.


Tampoco hay extrañas maquinarias futuristas porque en ese país, que podría ser el de todos (al menos, el de todos los habitantes del Primer Mundo y el de todos los que viven a su estilo), se ha perdido la capacidad creadora, como varias veces se dice en el texto. El enloquecido mecanismo de la sociedad de consumo parece haberse roto en ese mundo: en lugar de producir sin cesar nuevas cosas, estas desaparecen sin tregua. Al comenzar la novela, la peripecia (esa reversión de la suerte colectiva en este caso) ya ha ocurrido, pero no ha sido acompañada siquiera de una anagnórisis. Algo no ha cambiado en ese país: la enajenación continúa, sólo que ahora no es producto del consumismo, sino de la necesidad. En lugar del utilitarismo enajenado característico de la sociedad de consumo, encontramos lo que queda de él: el utilitarismo igualmente enajenado de la supervivencia. La insensibilidad y el egoísmo (con honrosas excepciones) también se mantienen. El mundo cambió; el ser humano, no. Lo único que ha pasado es que la miseria espiritual, disimulada habitualmente por el delirio consumista y sus espléndidos escaparates, se ha vuelto visible, se ha objetivado materialmente.

El país de las últimas cosas es la pesadilla y el castigo de la sociedad de consumo. Nada peor para la ahíta población del Primer Mundo que verse condenada a vivir como en el Tercer Mundo (aunque este ahora, con la desaparición del sistema comunista, haya “mejorado” su posición en el ranking y ascendido al segundo lugar). La sociedad de consumo no podía tener otro infierno que el del no consumo. Un infierno moderno, terrenal y carente de toda finalidad y trascendencia. Un infierno moderno que, coherentemente, hallará su expresión en una forma igualmente moderna (y postmoderna): no en una grandiosa epopeya trasmundana como la de Dante, sino en la mucho más modesta y antiheroica epístola-novela de una simple muchacha que, quizás, ni siquiera haya logrado retornar.

Por medio de su narradora, Auster nos adentra en un país fantasmal, habitado por los descendientes de los indiferentes de Dante que, a falta de bandera, siguen persiguiendo las cosas que antes podían sencillamente comprar y por las que ahora deben hurgar en la basura. Los consumidores han terminado en hurgadores, buscando lo que ahora precisan donde antes arrojaban aquello que, una vez agotada la compulsión del deseo inducido, les resultaba inútil. La falsa esencialidad de lo banal ha desembocado en la banal necesidad de lo esencial (para subsistir). Al igual que en la “Divina Comedia”, donde existía un vínculo simbólico entre el pecado y su castigo, en el infierno postmoderno de la Modernidad, que es el país de las últimas cosas, también lo hay: después de vivir en función de tantas cosas innecesarias, se peregrina, se lucha y se muere en pos de las imprescindibles. El exceso desenfrenado ha engendrado la carencia. Si el país de las últimas cosas existe, es porque el mercado murió de indigestión. 

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