NECESIDAD DE LOS DERECHOS INDIVIDUALES. JUAN CARMONA MUELA


NECESIDAD DE LOS DERECHOS INDIVIDUALES

Desde la llegada al gobierno del Partido Popular estamos asistiendo a un retroceso en materia de derechos y libertades, especialmente en aquellos que hacen referencia a la vida privada de los individuos, por lo que parece necesario, y lamentable, volver a recordar el sentido, la razón de ser, que el ejercicio de los derechos individuales tienen en una sociedad supuestamente avanzada y democrática como la nuestra.


El punto de partida de esta reflexión sólo puede estar en el origen de la democracia moderna. Pues, contra lo que pudiera parecer, el problema planteado por Rousseau, y que él creía resuelto con el Contrato Social, sigue sin resolverse, a saber: “Encontrar una forma de asociación que defienda y proteja con la fuerza común la persona y los bienes de cada asociado, y por la cual, uniéndose cada uno a todos, no obedezca, sin embargo, más que a sí mismo y quede tan libre como antes”. El Contrato Social ha permitido al hombre pasar del Estado de Naturaleza al Estado Civil, pero aún hay que especificar la letra pequeña de ese contrato, aún hay que llenar de contenidos concretos el concepto de Libertad y hay que decidir qué cantidad de gobierno es necesaria, justa y suficiente para cumplir el principal cometido encomendado por el Contrato Social. Dicho de otra manera, todavía en el siglo XXI, es necesario explicitar qué parcelas de esa libertad han cedido los individuos al Estado, y cuáles no. Y es necesario que este reconocimiento lo haga el Estado, que él mismo reconozca sus límites, porque, habiendo adoptado la vida en comunidad, bajo unas normas que regulan y hacen posible la convivencia en sociedad, la libertad del hombre ya no es la libertad natural, sino, parafraseando a Montesquieu, “es el derecho de hacer todo lo que las leyes permiten”.

Bien, podemos decir ya entonces que los “derechos” son contenidos particulares de eso que hemos llamado libertad, y son derechos porque tienen que estar reconocidos y protegidos por el Estado. A partir de aquí hay que reconocer otro hecho. Si bien vivimos en sociedad gracias a ese Contrato, y siendo la ley la “expresión de la voluntad general” de esa misma sociedad, por lo que se ha admitido el criterio de las “mayorías” para regular todo lo que concierne al “bien común”; es igualmente cierto que la “voluntad general” no es la voluntad de “todos”, ni de todos “conjuntamente”, por lo que el criterio de la “mayoría” no sería aplicable en asuntos que atañen exclusivamente a la vida privada y a la conciencia de los individuos. Sólo admitiendo la pluralidad y complejidad de las sociedades modernas puede entenderse la utilidad de los derechos individuales, pues son, en definitiva, la pieza que faltaba en el Contrato Social de Rousseau, la pieza que resuelve el problema, y que permite la convivencia entre la diversidad de los individuos que componen la sociedad, donde las conciencias, las creencias, la moralidad, y hasta el sentido de lo que es justo o injusto no tienen que ser coincidentes.

Aún a riesgo de ser demasiado simplistas, pero para clarificar un poco nuestra reflexión, podemos decir que hay dos tipos de derechos:

Por un lado, aquellos que exigen una acción positiva por parte del Estado para compensar las desigualdades socioeconómicas provocadas por el sistema capitalista. Estos derechos fueron impulsados por la socialdemocracia y, hasta ahora, eran generalmente aceptados y nunca se habían puesto en entredicho. Además son necesarios para garantizar la igualdad de oportunidades, una de las señas de identidad de la democracia. Estos derechos se materializan en los Servicios Públicos (Educación, Sanidad, Servicios Sociales, etc.), que además pretenden asegurar unos niveles mínimos de vida digna a todos los ciudadanos sólo por el hecho de serlo.

Y, el segundo tipo, aquellos que no exigen una acción positiva por parte del Estado, sino todo lo contrario, su inhibición, después de su reconocimiento. Aquí podemos encontrar derechos individuales que tienen cierta repercusión social, como la libertad de expresión, con lo que el Estado, el Derecho, deberá matizar sus límites, pero existen otros derechos que de su ejercicio no se deriva ninguna repercusión social, más allá de quien lo ejerce y de su entorno familiar inmediato. Estos son los que se refieren a las creencias y a la moralidad que cada individuo toma como guía de su comportamiento y de su vida privada.

Aunque en estos últimos siete meses los dos tipos de derechos han sufrido un claro retroceso, son estos últimos los que están en serio peligro, no sólo de no alcanzar su desarrollo, sino su propia existencia tal y como habían sido reconocidos hasta ahora.

Bien, dado que los valores de los distintos grupos sociales está en relación con su situación económica, cultural y religiosa, los derechos individuales impiden que los valores de legitimación jurídica de un grupo (lo que es justo o lo que no; lo que es moral y lo que no), normalmente del grupo dominante, se impongan mediante coacción (convirtiéndolos en leyes) al resto de grupos que no los compartan o que claramente disienten de ellos. Así, los derechos individuales que no afectan más que a quien los ejerce sólo cabría restringirlos admitiendo que una parte de la sociedad puede arrogarse el derecho de regular la vida privada de la otra parte según su propia opinión. Sin duda alguna, esto supondría una vuelta a las cavernas de la intolerancia, y un atentado a la democracia y a la libertad. El Estado habría impuesto una suerte de despotismo moral sobre el conjunto de los ciudadanos.

Estamos hablando de derechos en los que es prácticamente imposible conseguir un “consenso social”, como a menudo se pretende y se argumenta para concederlos o no. Derecho al aborto, al matrimonio homosexual, a la muerte digna, son derechos, libertades, para los que sin embargo sí existe demanda social, y se adaptan a la realidad de la sociedad actual, como decíamos antes, plural y compleja. Negar estos derechos, argumentando que no hay consenso pero despreciando su demanda, no elimina la realidad ni su ejercicio, pero se hará en la clandestinidad, fuera de la legalidad y en total indefensión de una parte de la sociedad, que actúa de todas formas al margen de la ley, pero dentro de sus propias convicciones éticas, y, por tanto, legítimas. Se podría aplicar aquí la sentencia de Rousseau de que “la fuerza no hace el derecho”, y por tanto, “sólo se está obligado a obedecer a los poderes legítimos”.

Si aún tenemos que escribir en España el Contrato Social, se debe en gran medida a que tampoco hemos aprendido nada de las lecciones de John Locke, quien, en su Carta sobre la tolerancia instaba a separar lo que no puede estar unido: El Estado y la Iglesia. Porque no hay ninguna duda de que las creencias religiosas están detrás de la negativa al reconocimiento de determinados derechos individuales, sólo porque chocan con la moralidad del gobierno de turno, y están también en el respaldo del Estado hacia los valores que propugna la Iglesia, en la enseñanza religiosa concertada, por ejemplo. Al imponer sus creencias al resto de los ciudadanos se está arrogando un derecho que en absoluto les fue concedido en ningún pacto, porque no hay nadie tan estúpido que haya cedido al legislador su propia libertad, hasta el punto de dejar su moralidad y su vida privada en manos de otra persona.

Podríamos terminar adaptando para nuestro tiempo unas sabias palabras de Locke: “No es la diversidad de opiniones (que no puede evitarse), sino la negativa a tolerar a aquellos que son de opinión diferente (negativa innecesaria) la que ha producido todos los conflictos que ha habido en el mundo”. De manera que, puesto que los derechos individuales son además, voluntarios, ¿por qué no dejar que “los demás” actúen según su propia conciencia, con autonomía, responsabilidad y libertad? ¿Qué clase de soberbia empuja a una parte de la sociedad para obligar a los demás a no hacer lo que ellos mismos no harían?

1 comentario:

Manuel dijo...

Llevas razón, Juan. Nuestra democracia es muy imperfecta y especialmente en el reconocimiento de los derechos individuales que sólo afecta al que los ejerce. La moral religiosa ("El opio del pueblo") lo impide en gran medida, pero también los fanatismos nacionalistas o los principios no argumentados ni contrastados.
La solución no pueda estar nada más que en el cultivo del espíritu crítico a través de la educación reglada y la no reglada como la TV, los mercados o las plazas. Ahí es donde los poderes públicos deberían afanarse si realmente creen en la democracia y en la libertad con mayúsculas.