SIN
MEMORIA NO HAY FUTURO.
El único testigo vivo del asesinato del
revolucionario a manos del español Ramón Mercader recuerda la figura de su
abuelo. Este año se cumplen 75 de la llegada del político a México
Es el único testigo vivo de unos de los
acontecimientos más dramáticos del siglo XX. Esteban Volkov es nieto del
revolucionario ruso León Trotski, de cuya llegada a México se cumplen tres
cuartos de siglo, y el guardián de su memoria como presidente de la casa museo
del barrio mexicano de Coyoacán donde su abuelo fue asesinado en 1940. Tiene 86
años y explica su bien llevada longevidad en términos matemáticos: “En mi
familia todos murieron jóvenes exterminados por Stalin. Yo soy el que nivela la
estadística de la esperanza de vida”, bromea. Y empieza a contar su historia.
Es difícil adivinar por su serenidad y
las carcajadas con que salpica la conversación su infancia turbulenta. Su padre
fue deportado a Siberia en 1928. Volvió del exilio, pero en 1935 fue detenido
de nuevo y desapareció en el Gulag. Su madre logró salir de la URSS junto al
pequeño Esteban y se reunió con Trotski en la isla turca de Prinkipos. Pero,
deprimida y privada de su ciudadanía, se quitó la vida en 1933 en Berlín,
adonde había viajado para recibir tratamiento.
El niño se encontró así con siete años
solo en una ciudad que vivía el ascenso de Hitler al poder. De allí pasó a un
internado en Viena y luego a París, a casa de su tío, que murió en
circunstancias extrañas después de una operación. Fue la última o, más bien,
penúltima estación de su viaje: tras un pleito con su tía, Trotski y su esposa,
exiliados en México desde 1937, lograron traerse con ellos a su nieto. Y allí
encontró Volkov su patria definitiva, “un país generoso, lleno de color” para
el que solo tiene palabras de gratitud.
De camino, el niño olvidó su idioma
materno, aunque conservó la palabra diédhuska (abuelo) para llamar al
revolucionario. Con él hablaba en francés, pero poco, porque “era un hombre
ocupado, siempre leyendo, formando a sus seguidores”. Y nunca de cosas serias,
ya que Trotski tenía como lema “no hablar de política con el chico”. El abuelo
estaba señalado por el dedo implacable de Stalin. Pero a su llegada, Volkov no
tuvo miedo. “En la casa se sentía la adrenalina, una sensación vivificadora”.
Hasta que una noche pistoleros del Partido Comunista Mexicano irrumpieron a
tiros. Las marcas de algunos de los 200 balazos aún son visibles en las
paredes, pero solo el nieto resultó herido leve en un pie. “Tuve mucha suerte”,
sonríe, “un asaltante vació seis disparos, en mi colchón. Pero me refugié bajo
la cama. Recuerdo el ruido terrible, el olor a pólvora”.
El atentado acabó con la relativa
placidez de la casa. “Se levantaron muros, se tapiaron ventanas, pero el abuelo
sabía que solo vivía una tregua”. Mientras, su futuro asesino, el agente
estalinista Ramón Mercader, tejía su tela de araña. Había seducido a una
colaboradora del político para acceder a su círculo íntimo y se iba ganando a
todos en la casa, aunque “hábilmente no se acercaba a Trotski y fingía
desinterés por la política”, relata.
La estrategia le dio resultado. La tarde
del 20 de agosto de 1940, Esteban llegó del colegio poco después de que el
agente de Stalin destrozara el cráneo de Trotski con un piolet. “El abuelo
estaba en el comedor, con la cabeza bañada en sangre”, recuerda, “pero todavía
tuvo la presencia de espíritu de decir: ‘Mantengan al niño alejado, no debe ver
esta escena’. Y eso pinta al personaje que, herido de muerte, se preocupaba de
que yo no sufriera el trauma”. Y el niño no se traumatizó. Creció, se hizo
ingeniero químico, se casó “con una madrileña, de Lavapiés” y tuvo cuatro
hijas. Pero tampoco olvidó y decidió que uno de los empeños de su vida sería
mantener vivo el recuerdo de su abuelo. “Fui testigo del clima de calumnias
contra él, y es mi deber reconstruir esas páginas porque la memoria es
patrimonio de la humanidad: sin memoria no hay futuro”.
No hay rencor en su relato. “Más bien
siento desprecio por quienes traicionaron uno de los ideales más grandes del
género humano. Trotski solo tenía la palabra, pero su lucidez hacía temblar al
tirano del Kremlim”, cuenta. Y cuando en los años ochenta se derrumbó el
imperio soviético, el nieto vio cumplida “matemáticamente” su profecía: “Él
decía que si la URSS degeneraba en un régimen burocrático, volvería al
capitalismo”.
Pero Lenin o Trotski también tuvieron
que usar la violencia ¿Dónde está el límite? “Una cosa es la violencia
revolucionaria, tomar medidas autoritarias un tiempo para establecer el
socialismo, y otra, la contrarrevolucionaria con la que Stalin perpetuó la
guerra civil. Además, el nivel de terror no es comparable”. “Yo creo que Stalin
era peor que Hitler. Este era un asesino frío, pero aquel se recreaba en la
crueldad”, concluye.
A Volkov le gusta estar informado, lee
los periódicos y navega por Internet. Aplaude el movimiento de los indignados,
“una toma de conciencia de la juventud sobre lo arcaico del sistema”. Apoya la
expropiación de YPF porque “las empresas extranjeras han sacado el dinero y no
reinvierten en el país”. Y en general no le gusta lo que ve. “La crisis es
fruto del capitalismo”, dice. “En vez de mejorar con todos los adelantos
científicos, sufrimos cada vez más. Y estamos destruyendo este hermoso
planeta”.
¿La solución? “Que la humanidad tome
conciencia de la lucha de clases y entienda que otra sociedad es posible”,
dice. ¿Lucha de clases? ¿No están muy desgastados esos términos? “Sí”, admite,
“el estalinismo traicionó la revolución, pero el marxismo se está revitalizando
y Trotski dejó un arsenal político para emprender el camino hacia otro mundo. Él
tenía una fe absoluta en el advenimiento del verdadero socialismo”. El nieto
coincide con el abuelo. Pero añade con sorna mexicana: “Nada más que vete a
saber cuándo”.
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