DEMOCRACIA Y TRANSFORMACIÓN
INSTITUCIONAL
Oímos con
frecuencia el argumento de que es necesario "regenerar las instituciones
democráticas", y hay quien expresa el deseo de alcanzar una
"democracia real" en países que, como España, cuentan de hecho con
sistemas políticos formalmente democráticos. El supuesto central de la
reflexión que ofrezco aquí es que ninguna reforma efectiva de nuestras
instituciones democráticas se producirá sobre la base de estos deseos, en la
medida en que se los entienda desde una óptica moral. Lo que nuestra democracia
necesita no es una moralización de la política, sino un fortalecimiento de su
arquitectura de representación, transparencia y control. Sin embargo, la
expresión de esos deseos ha tenido la virtud de convertir los sistemas
políticos democráticos en un renovado objeto de atención pública y, en muchos
casos, también ha empujado a la formulación de medidas concretas de
transformación institucional. Desoídas en general por los representantes
políticos —tanto más cuanto más central es su posición en el dispositivo de
toma de decisiones—, esas medidas, o al menos la simple intención de
proponerlas, constituyen el único modo de transformar nuestras instituciones
representativas sin ejercer la violencia. A quienes las proponen les honra su
preocupación por el bien común, a quienes las desoyen les deshonra su
contribución al deterioro general de la acción política.
Aquí recojo
muchas de estas propuestas y añado quizás algunas nuevas, centrándome solamente
en el problema de la representación política de la ciudadanía. Con los medios
institucionales de representación ahora disponibles, nuestra sociedad ha de
atender muchas otras urgencias de primera importancia. Pero es posible entender
que esas urgencias, en su mayor parte referidas a la protección de derechos fundamentales,
derivan en alguna medida de las deficiencias estructurales de un sistema de
representación política que ha dotado a sus propios agentes de recursos para
desvirtuar su recto sentido. Esas urgencias, traducidas en sufrimiento concreto
de ciudadanos concretos, derivan del sistema representativo sólo en alguna
medida, pues la capacidad real de decisión de los representantes políticos en
los asuntos públicos es, hoy en día, extremadamente limitada. Poner de forma
exclusiva en el punto de mira de las protestas a la mal denominada "clase
política", contribuye de hecho al oscurecimiento de la situación real.
Esta situación se ha producido —de un modo mucho más fundamental— como
resultado de la acción de agentes del mercado, que han hecho valer sus visiones
del mundo, sus intereses y sus intenciones de ordenación de nuestra
convivencia, sin haber concurrido jamás a un proceso democrático de validación.
Sin embargo,
hoy es imprescindible aclarar del modo más preciso cuáles han de ser las
responsabilidades de los representantes políticos en un sistema democrático de
derecho, y qué formas legales pueden establecerse para maximizar su
cumplimiento. Sólo así será posible determinar unas condiciones mínimas de
transparencia que permitan, tanto a los ciudadanos como a los mismos
representantes políticos, discriminar entre las deficiencias ocasionadas por la
acción ilegítima de los agentes del mercado y las deficiencias achacables a la
negligencia o mala práctica intencionada de quienes nos representan legalmente.
Y, lo que es más importante, sólo así será posible determinar en qué medida y
de qué maneras ambos tipos de agentes cooperan para defraudar los contratos
electorales que los representantes políticos han contraído con los ciudadanos.
Lo primero
que hay que indicar en el camino de ese esclarecimiento es que una democracia
no es un sistema moral, aunque —como cualquier otro sistema humano— se
encuentra revestido en la práctica de principios morales.
Un
democracia es un sistema administrativo formalmente instituido para maximizar
dos situaciones de hecho. En primer lugar, con ese sistema se busca la recta
representación de la voluntad política de una masa de electores a través de la
acción de los representantes políticos, a los que han elegido. Esa representación,
aún ejercida en su máxima rectitud, no es en sí misma necesariamente deseable,
y sólo tiene sentido en la medida en que facilita la expresión de voluntades
políticas y la gobernabilidad de comunidades políticas muy numerosas. La
representación política sólo es un medio pragmático para alcanzar un fin de
otro modo impracticable en sociedades relativamente grandes. Ese fin es que las
voluntades de todos y cada uno de los ciudadanos que deseen expresarse entren,
de alguna manera, en el dispositivo de generación de decisiones que afectan a
la ordenación pública de la convivencia.
En segundo
lugar, con el sistema de administración de las voluntades políticas que
reconocemos como democrático se busca maximizar la igualdad de todos los
individuos a la hora de hacer valer sus deseos de ordenación de la convivencia.
Primero, al ser formulados como propuestas en programas electorales, y después
al ser validados en la urnas.
Puesto que
la democracia establece un inevitable vínculo entre representantes y representados,
y puesto que esa relación de representación corta en la práctica el nexo entre
los primeros y los segundos, el riesgo intrínseco fundamental de este sistema
administrativo es que los primeros malversen o defrauden la relación de
representación que han contraído con los segundos. Sin duda, el que un
representante sea una buena persona en términos morales ayudará a mantener, al
menos, una cierta preocupación por la recta representación. Pero la democracia
no se transformará en una dirección aceptable, de ninguna manera, confiando en
que los individuos que ostentan cargos de representación vayan a incorporar
cualquier clase de principio moral. El único modo de transformar a mejor este
sistema, en una sociedad tan numerosa como la nuestra, es establecer mecanismos
claros y eficientes de conocimiento, control y sanción de la acción de los
representantes, para evitar a toda costa el desvío de la representación cabal
de la voluntad política de los electores. No se trata de educar en moral a los
políticos, simplemente hay que expulsarlos del ejercicio de sus funciones al
menor atisbo de fraude racionalmente fundamentado y percibido en su efectiva
acción de representación. En este sentido, importa poco lo que los
representantes crean o sientan, lo único que realmente importa es lo que hacen.
Un poder
político democrático debería cumplir con estos cuatro objetivos mínimos.
(a)
Representar con rectitud la voluntad política de los ciudadanos, considerados
individualmente.
(b)
Favorecer la información pública y el control del sistema de financiación y
recompensas económicas que reciben los representantes, y ejercer ese control
por medios jurídicos. Hay muchas razones para ello, pero de entre ellas destaca
una básica. Sólo si la economía de la representación política es clara, es
posible atender al principio de igualdad bajo el que todas las voluntades
políticas de los ciudadanos deben ser amparadas. Toda conexión
institucionalizada entre los diferenciales de capital económico y las
diferencias en cuanto a recursos de movilización de ideas políticas es, en sí
misma, ilegítima con arreglo a las finalidades fundamentales de la
administración democrática.
(c)
Favorecer el máximo control del cumplimiento del contrato de representación
contraído con los electores, en la forma de un programa electoral. Esto puede
conllevar costes en muchos sentidos, y especialmente en cuanto a la necesidad
de una más frecuente movilización del electorado y de un compromiso más intenso
del electorado con el sistema político general. Todos esos costes, sin embargo,
serían compensados con creces al evitarse los costes reales que hoy asumimos
debido al descontrol en caída libre del ejercicio de representación de nuestros
políticos.
(d)
Favorecer un sistema de asignación de representantes que, respetando el
principio general de representación proporcional según el número de votos
obtenidos, fuerce en todo caso a la negociación entre mayorías y segmentos
menos mayoritarios. Este objetivo está, de nuevo, en íntima conexión con el
principio de igualdad. Un sistema político que, como el democrático, aspira a
maximizar la igualdad de todas las voluntades políticas, no puede contravenir
esta aspiración esencial al excluir de la escena de las decisiones, de forma
completa, a todas las voluntades menos la que ha obtenido la mayoría absoluta.
Además, este objetivo se fundamenta en una razón profunda que se encuentra en
el núcleo mismo de la administración democrática de la política. La política
democrática no puede prescindir de la negociación, porque prescindir de ella es
condenarse tarde o temprano, de un modo u otro, a la violencia que, como forma
de acción política, caracteriza a cualquier otra forma de gobierno.
El sistema
democrático aspira a representar voluntades del único modo racionalmente
posible, asignándoles un peso proporcional al número de votantes; pero no puede
hacerlo produciendo una exclusión total de las alternativas minoritarias del
escenario de la negociación de decisiones que afectan a todos los ciudadanos.
Es común oír decir al futuro presidente en la noche de la victoria por mayoría
absoluta: "aunque me han votado unos, gobernaré para todos". Es una
aspiración tan sana que exigiría el control de su estricto cumplimiento.
Gobernar para todos significa simple y claramente gobernar estando obligado a
oír al menos a unos cuantos, y a negociar con ellos de forma significativa. Si
el sistema garantizase a ese ufano futuro presidente un estricto control de su
obligación de negociar, no tendríamos que confiar en su personal carácter o
disposición a hacerlo. Un sistema democrático que permite la formación de
mayorías absolutas es, con arreglo a estos principios, un sistema ilegítimo.
Para
alcanzar estos cuatro objetivos mínimos es imprescindible una separación
completa entre el poder político y el poder judicial. Eso sólo se logrará
eliminando toda conexión representativa entre los agentes de ambos poderes. Por
eso, todos los tribunales del estado e instituciones directivas y de control de
la judicatura sin excepción deberían ser, materialmente, en cuanto a la
asignación de las personas que ocupan en concreto los cargos, completamente
independientes del poder político. Dicho de otra manera, ninguna persona en
posición de legislar o de ejecutar decisiones en funciones de gobierno debería
tener autoridad designativa alguna de las personas que ocupan cargos en las
instituciones del poder judicial. Éste es un principio necesario si se quiere
lograr un control efectivo de la acción política, y es el único medio de evitar
que los miembros de los tribunales operen, a su vez, como delegados del poder
político. En todas las democracias formalmente instituidas, los políticos han
intentado por todos los medios a su alcance desvirtuar o quebrar este principio
hace ya tiempo establecido, porque siempre han aspirado, como hoy, a limitar
los controles que garantizarían su subordinación a la voluntad de los
ciudadanos. Sin embargo, una democracia consiste en el ejercicio de un poder
que ha de estar preceptivamente subordinado a aquéllos sobre los que se ejerce.
Y sólo una justicia independiente hace posible esa especial condición del poder
democrático.
Todos los
ciudadanos de un estado de derecho, en un régimen democrático, están obligados
al cumplimiento de la ley, y esto debe aplicarse sin aforamientos ni
excepciones de ninguna naturaleza. El derecho de aforamiento sólo tiene sentido
en una democracia que, precisamente debido a sus defectos estructurales, debe
proteger la libertad de canalización y expresión de la voluntad política de los
representantes; pero en ningún caso se debe entender como un privilegio de
excepcionalidad del que el representante dispone, a título personal, ante sus
obligaciones legales. Cuanto más débil es la ordenación legal de una
democracia, cuanto menos intenso es el control legal efectivo que se ejerce
sobre los representantes, más necesario es recurrir a medidas excepcionales que
contribuyan a su protección. Nada de esto es necesario en una democracia
legalmente ordenada en todos sus extremos fundamentales, pues en este caso cada
abuso ilegal de poder se encuentra estrechamente vigilado y contundentemente
sancionado.
El poder
político ha de estar estrictamente subordinado al poder judicial independiente
porque ha de estar estrictamente subordinado a la capacidad de conocimiento y
control de los ciudadanos, ni más ni menos. En un sistema democrático de esta
naturaleza es inflexible el precepto de que quien ocupa una posición en la
política ocupa una posición de parte, pero quien ocupa una posición en la
judicatura ocupa la posición del todo, siempre y en todo caso. Y así, siempre y
en todo caso, la parte ha de acatar los designios del todo.
Los actuales
conceptos de "responsabilidad política" y de "dimisión",
tan invocados por unos como ignorados por otros, son falaces con arreglo a
estos principios. Nadie debería esperar, y, de hecho, casi nadie espera que los
representantes políticos —elegidos por él o por otros— cumplan honesta y
responsablemente con las funciones de su cargo. Todo lo que debemos esperar es
que los representantes tiendan a hacer un ejercicio responsable, sólo en la
medida en que el sistema institucional garantice los controles adecuados sobre
su acción. Independientemente de las retóricas esgrimidas por los candidatos de
los partidos políticos en el libre ejercicio de su libertad de persuasión, y de
lo sueños y afectos que los votantes encarnan como seres humanos, un sistema
democrático no debe basarse, bajo ningún concepto, en la confianza depositada
en los representantes. Debe basarse en el estricto control cooperativo de sus
acciones, exactamente como sucede en cualquier otra forma de contrato.
Por tanto,
no cabe esperar que un representante dimita debido a su responsabilidad
política, o que sus correligionarios lleguen a cesarlo de forma honesta.
Simplemente, en el caso de que los indicios racionales apunten a que un
representante ha incumplido alguno de los cuatro objetivos mencionados —que a
continuación detallaré en medidas muy concretas— ha de ser imputado de
responsabilidad penal por el poder judicial, y cesado inmediatamente en el
ejercicio de su cargo, recibiendo posteriormente las sanciones correspondientes
en caso de demostrarse la comisión efectiva de su delito. Un representante que
defrauda cualquiera de esos objetivos no puede escudarse en el confuso concepto
de responsabilidad política, porque, en una democracia legalmente ordenada, ese
representante es llanamente un delincuente.
Que la
imputación sea motivo de cesación inmediata puede parecer severo. Sin embargo,
esa persona no será cesada en otra actividad que la de la recta representación
de la voluntad política de los ciudadanos, una actividad muy especial que debe
ser protegida con todo rigor. De nuevo, hay muchas razones que fundamentan este
principio, pero sólo una de ellas es suficiente para valorarlo en su justa
medida: ¿cómo puede alguien que ya se ocupará principalmente de defender a su
propia persona representar adecuadamente los intereses de otros?
El fraude en
la recta representación política debe ser un delito penal de vital tipificación
en un sistema democrático de derecho. Y, con arreglo a las medidas concretas
que propondré a continuación, veremos que es perfectamente tipificable.
Al desglosar
los supuestos implicados en los cuatro objetivos mencionados es posible derivar
algunas propuestas prácticas para la transformación institucional de nuestro
sistema democrático. La mayoría de esta propuestas son tan claras y viables
como para ser incorporadas sin dilación a los programas electorales futuros, de
manera que, en relación con ellas, será muy difícil comprender la pasividad de
nuestros representantes políticos y muy fácil sospechar que lo que buscan es
aprovechar ilegítimamente su posición para desempeñar tareas que los ciudadanos
no les hemos encomendado. Naturalmente, lo único que cuenta aquí es el sentido,
la intención o, por decirlo así, el espíritu de las propuestas; y aunque en
algunas de ellas indico con mucho detalle aspectos de instrumentación (como
plazos, números o proporciones), estos detalles menores podrían ser alterados
sin problemas en la práctica.
Sobre el
primer objetivo: representar con rectitud la voluntad política de los
ciudadanos, considerados individualmente. Vengo usando un término que merece
aclaración: la recta representación. Es evidente que este término sólo puede
expresar un ideal, pues ninguna representación puede ejercerse de forma
perfecta. Toda acción producida en representación de otro (o de algo) conlleva
una interpretación. Sin embargo, esto no quiere decir que sea imposible
construir un sistema de disposiciones concretas que lleve al máximo permitido
por las circunstancias el ideal de la recta representación. Ese sistema es
posible, y en relación con él nuestro sistema democrático es manifiestamente
defectuoso.
Un sistema
democrático que aspire a perfeccionar la recta representación ha de ser
flexible en la permisión de las necesarias interpretaciones pragmáticas del
representante, en lo que se refiere a la voluntad política de sus
representados; pero ha de ser inflexible en el objetivo de maximizar el ajuste
entre la acción del primero y la voluntad de los segundos. El sistema debe
corregir todo lo posible ese inevitable desajuste, permitiendo la
gobernabilidad, pero impidiendo cualquier fraude innecesario de la recta
representación.
En primer
lugar, el sistema democrático debe impedir cualquier desvío de la función
representativa hacia los intereses de cualquier sujeto, individual o colectivo,
que no coincida de forma clara con la masa del electorado, o con una de sus
partes, al haberse manifestado, en un proceso electoral, en relación con un
programa electoral. Muy especialmente, debe impedirse el desvío hacia los
intereses de reproducción institucional de los propios partidos políticos. Los
partidos políticos deben funcionar, exclusivamente, como medios para favorecer
la recta representación, y sus agentes deben ser forzados a aceptar, por medios
legales, que su existencia sólo se debe a la existencia de voluntades políticas
que les anteceden en todo. Sin esa coerción legal, es imposible que estas
asociaciones humanas cedan en sus aspiraciones de reproducirse a sí mismas, con
el menor coste posible, y de expandirse a escalas desproporcionadas.
En un
sistema democrático cabe distinguir dos sujetos representantes, de los cuáles
sólo uno ostenta genuinamente el poder efectivo de representación legítima. El
partido político es el primero, un medio quizás imprescindible en sociedades
masivas, pero no necesariamente deseable por el elector individual. La función
del partido es enteramente instrumental y en él no radica genuinamente un poder
material de representación efectiva, es decir, un efectivo poder de toma de
decisiones sobre la forma de las leyes o sobre las acciones de gobierno. El
segundo agente es el representante personal, la persona designada por el dispositivo
electoral para ocupar un genuino poder de representación efectiva. Opere o no
de forma colegiada con otros agentes, él debería ser el responsable claramente
identificable de las decisiones políticas que moviliza, y quien debería estar
expuesto a rendir cuentas en caso de incurrir en un fraude de la recta
representación. No hay más complejidad en ello que la que introducen de forma
espuria quienes buscan eludir sus concretas responsabilidades.
Un sistema
democrático incorpora en su punto de partida una gran complejidad estructural,
al tener que canalizar una ingente multitud de intereses, motivos y voluntades
hacia un debate público matizado y controlado, y después hacia un delicado
proceso de toma de decisiones. Pero, precisamente porque esa complejidad de
partida es enorme, el sistema sólo puede ser transparente estableciendo unas
pocas reglas claras, que puedan ser seguidas con el menor error posible y
aceptadas de forma general. He aquí algunas sugerencias.
En primer
lugar, se ha de garantizar rotundamente, y sin innecesarias complicaciones, que
cada persona vale para el sistema lo que vale un voto, y que todos los votos de
todas las personas tienen idéntico peso electoral. Esto ha de ser así para toda
la comunidad política circunscrita bajo la autoridad del estado. Ninguna
modificación de este elemental principio es admisible, salvo en lo que respecta
a la regla de veto de mayorías absolutas, que desarrollaré más adelante.
En segundo
lugar, el representante político genuino, el que ostenta un cargo de
representación efectiva, ha de desarrollar su acción, en todo lo posible,
solamente en relación con la voluntad de sus electores. Cualquier disposición
que pueda alterar este principio ha de ser combatida con toda la fuerza de la
ley. En la práctica, y dejando provisionalmente de lado las malversaciones
enormemente influyentes motivadas por la interposición de los agentes del
mercado, lo que ha de combatirse es la interposición de los intereses del
partido en la acción de representación. Esa interposición, manifiestamente
ilegítima, puede combatirse legalmente de diversos modos.
Antes de la
elección, en el momento de la nominación de los candidatos que presentarán los
partidos, éstos deberían ser obligados por ley a someter a escrutinio de toda
la masa electoral a las personas que concurrirán en sus listas. Ningún partido
debería arrogarse el derecho de gestionar su propio proceso de nominación, pues
sólo los electores han de poseer la competencia de decidir quiénes podrán
llegar a ser sus representantes, y, lo que es más importante, quiénes no podrán
llegar a serlo.
En el
momento de la elección, se puede ofrecer por ley a los votantes la posibilidad
de realizar estas tres acciones: (a) Incluir en la urna una papeleta con la
lista de un partido; (b) añadir por escrito en esa papeleta los nombres de
candidatos de otras listas —en un número máximo fijado de forma general—, que,
al ser añadidos, sumarán representación a esas listas, en función de los votos
acumulados por esos candidatos individuales en la masa del electorado; (c)
tachar como no elegidos a algunos candidatos de la lista de la papeleta —en un
número máximo fijado de forma general—, que, al ser excluidos, restarán
representación a esa lista, en función de los tachones acumulados por esos
candidatos individuales en la masa del electorado. Este procedimiento funciona
ya en la práctica con diferentes versiones, por ejemplo, en Noruega, y
constituye un eficaz mecanismo de control de la composición de las listas. El
motivo es que los partidos han de cuidarse de incorporar a aquellos candidatos
mejor aceptados por los electores (incluso por quienes no elegirán su
papeleta), y de excluir de antemano a los que sólo les ocasionarán un grave
perjuicio electoral.
Después de
la elección, el sistema debería incorporar medios legales para combatir dos
situaciones: que un representante que concurrió por una lista pueda operar como
representante de otra lista, durante el ejercicio de su cargo; y, sobre todo,
que un primer representante que concurrió con la intención de ocupar una labor
de presidencia ejecutiva sea sustituido por otro, incluso de su propia lista,
durante el tiempo de su mandato. En caso de cesación por cualquier motivo
sobrevenido de ese representante, que es hoy presidente ejecutivo de un gobierno,
debería convocarse por ley un nuevo proceso electoral. La sustitución de un
presidente por el vicepresidente formal de su gobierno debe estar claramente
limitada a períodos de tiempo definidos, con una finalidad meramente funcional,
pero nadie puede sustituir de forma permanente y representativa a una persona
que concurrió a las elecciones con la intención de ocupar una presidencia. Esa
persona no ejerce hoy —porque así lo quiso él mismo— un poder de legislar, sino
un crucial poder de decidir medidas gubernamentales, por lo que en ningún caso
su posición de representación equivale, para los electores, a la de cualquier
otro integrante de su lista.
Sobre el
segundo objetivo: favorecer la información pública y el control del sistema de
financiación y recompensas económicas que reciben los representantes, y ejercer
ese control por medios jurídicos. Este objetivo se divide en dos partes. Un
conjunto de medidas legales afectaría a los partidos políticos, como
representantes no genuinamente efectivos, y otro conjunto afectaría a los
representantes genuinamente efectivos, es decir, las personas que, tras un
proceso electoral, han obtenido ya un escaño en un parlamento democrático.
Adicionalmente, este segundo conjunto de medidas debería arbitrarse, en
estricta igualdad de condiciones, para los miembros del gobierno que sin haber
concurrido a las elecciones han sido designados por los representantes
políticos para ocupar cargos ejecutivos.
En relación
con los partidos políticos, todas las medidas que voy a proponer implican una
considerable reducción de su actual actividad y de los recursos que movilizan
para ponerla en juego. Es preciso definir, en primer lugar, en qué tendría que
consistir esa actividad, y sancionar legalmente a todo partido que excediera
tales límites. La actividad de un partido político debería quedar legalmente
restringida a dos tipos de operaciones: por una parte, el ejercicio de creación
y difusión pública de programas de gobierno; por otra, la gestión
administrativa de las listas electorales con las que concurrirán a unas
elecciones.
En relación
con esas dos únicas actividades, el principio de igualdad de oportunidades en
cuanto a la movilización pública de las voluntades políticas de los electores
fuerza claramente a considerar como beneficiario de la financiación pública al
sistema de partidos en su conjunto, y no a cada partido con arreglo a
circunstancias particulares generadas por su gestión anterior. Antes de
concurrir a un proceso electoral, y en relación con ese proceso futuro, ningún
partido —por abrumadora que haya sido su victoria en las pasadas elecciones—
debería ser considerado como más representativo que ningún otro. Su competencia
representativa se agotó por completo durante el período de mandato anterior y
nada tiene que ver con el mandato subsiguiente. Ese partido fue representativo
durante el concreto período de contrato programático con sus electores, pero ha
dejado de serlo por completo en tanto los electores no hayan validado todavía
su nuevo programa electoral. Por eso, antes de un proceso electoral, todos los
partidos políticos, hayan o no concurrido con anterioridad a una elecciones, o
hayan obtenido mayor o menor número de escaños en esas elecciones anteriores,
deberían recibir exactamente la misma cantidad de dinero público para financiar
sus actividades, restringidas legalmente.
Este
fundamento aconsejaría crear un fondo estatal de dinero común operativo de cara
a cada nuevo proceso electoral. Ese dinero se repartiría a partes iguales entre
todos los partidos concurrentes a las elecciones, sin distinción y sin
complicación de ninguna clase. Ese dinero público, aportado por todos los
ciudadanos, debería destinarse al todo y no a las partes; y, recíprocamente,
todos los ciudadanos tendrían la satisfacción de saber que lo que están
financiando con su esfuerzo económico no es tal o cual opción política, sino el
sistema democrático en su conjunto, al que fortalecen para obtener de él su
fuerza común, la única que los une en una comunidad política con sus
conciudadanos.
Naturalmente,
ese fondo de financiación común podría nutrirse también de aportaciones
voluntarias, cuyos efectos de desgravación fiscal tendrían entonces una
verdadera legitimidad, en la medida en que su orientación hacia el sistema
común habría tenido a su vez un carácter claramente redistributivo. Esa
participación voluntaria debería ser concebida como una participación en el
todo, y no como una compra de acciones de representación de intereses
particulares.
Las cuentas
de esa financiación deberían estar claramente fiscalizadas, los abusos sobre
ellas sometidos a sanción penal, y todos sus movimientos públicamente
accesibles a todos los ciudadanos en todo momento y sin solicitud previa. Ese
dinero es de los ciudadanos, como lo es el de sus cuentas particulares, y por
tanto, como con éstas, ellos siempre deben poder conocer todos los detalles. Y,
en relación con esos movimientos contables, debería ordenarse legalmente que
cualquier cantidad no utilizada por un partido en las dos clases de actividades
que he precisado tuviera que ser devuelta intacta al fondo común del estado.
Sería igualmente deseable que esa masa dineraria común fuera custodiada por un
unidad de gestión del poder judicial, al estilo de los capitales que se detraen
provisionalmente en concepto de fianza. Debería establecerse por ley la
siguiente regla: ningún partido político puede ser propietario de ningún
capital dinerario, estableciendo las necesarias regulaciones, con la mayor
austeridad, transparencia y equidad posible, para sus bienes inmuebles, sus
gastos de personal, y sus infraestructuras de gestión y comunicación.
En este
sistema quedaría igualmente regulada por ley la imposibilidad de recibir los
partidos dinero, bienes o servicios procedentes directamente de donantes ni
patrocinadores de ninguna clase; así como la imposibilidad de recibir crédito y
generar deuda particular en relación con ninguna entidad crediticia.
En relación
con los representantes genuinos, las personas ya ocupantes de un cargo de
representación y los miembros individuales del poder ejecutivo, todos ellos
deberían recibir una remuneración pública idéntica durante el ejercicio de su
cargo, sometida a una transparente comunicación pública, permanente y no
solicitada, y fiscalizada por el estado. Esa remuneración debería ser
suficiente y holgada para facilitar la dedicación exclusiva a las funciones de
representación y gobierno, y debería ser retirada en el momento mismo de la
cesación. Ningún representante ni miembro del gobierno debería recibir
compensación adicional de ninguna clase procedente del estado, ni durante el
ejercicio de su cargo ni después de su cesación.
Durante el
ejercicio de un cargo de representación o gobierno, esas personas tendrían que
ver impedida por ley la obtención inmediata de lucro, o de cualquier bien o
servicio no aportado por el estado. Obviamente, esas personas mantendrían el
derecho sobre el lucro generado por sus actividades particulares antes de su
elección como representantes o de su designación como miembros de un gobierno.
Mantendrían también su derecho sobre el lucro generado por sus capitales o
empresas particulares durante su período de representación o mandato ejecutivo.
Pero todo el capital destinado a incrementar inmediatamente el lucro particular
del representante debería ser bloqueado por una entidad de custodia
preferiblemente establecida bajo la autoridad del poder judicial,
transitoriamente, durante el ejercicio del cargo. Ese capital sería reintegrado
al representante en el momento de su cesación.
De este modo
se generarían las condiciones para evitar que los representantes y los miembros
de un gobierno pudieran hacer de la política un medio permanente de vida. Todo
su beneficio se encontraría vinculado a la entrega al cargo, a la honra y el
nombre público derivados de esa entrega. Y esa persona comprendería que sólo
fuera del espacio destinado exclusivamente a esa entrega es donde le sería
posible encontrar satisfacción a su afán de lucro particular. Cualquier
político que en nuestro actual sistema declara poder demostrar que fuera del
cargo ganaría más, en términos lucrativos, y que lo hace para justificar la
necesidad de obtener de la actividad política al menos el mismo lucro que
obtendría fuera de ella, es indigno del cargo que desempeña. Lo único que
importa aquí es que, puesto que una democracia consiste en el ejercicio de un
poder que ha de estar preceptivamente subordinado a aquéllos sobre los que se
ejerce, cualquier agente político que participe en ella ha de tener clara su
posición sacrificial. Crea lo que que crea en su interior, sienta lo que
sienta, ningún político ocupante de un cargo en un sistema democrático tiene
legitimidad para afirmar por una parte que su representación es genuinamente
democrática, negando por otra parte que toda su persona, en sus dimensiones
políticas, se debe a un cargo que sus votantes le han conferido. Esa persona,
en el ejercicio de su cargo, no tiene derecho a poseer intereses particulares,
o, dicho de un modo más eficaz, el sistema de derecho debe impedir por todos
los medios legales a su alcance que los tenga; y si un juez independiente llega
a sospechar con indicios racionales que los tiene, esa persona debe ser
inmediatamente expulsada del sistema democrático.
Debería
ampliarse por ley la regulación de la transparencia en cuanto a los ingresos de
los representantes y miembros del gobierno. Anualmente, durante el ejercicio de
su cargo, el estado haría pública sin previa solicitud, para cada político
particular: (a) el volumen de ingreso en concepto de remuneración estatal
recibida por ejercer el cargo; (b) el volumen de ingreso generado por su
actividades y capitales previos o en curso, custodiado temporalmente por el
poder judicial, y a reintegrar en el momento de la cesación; y (c) la
declaración de la renta detallada.
Hemos oído decir
a algún expresidente del gobierno que, si las condiciones se endurecen tanto
(refiriéndose a unas condiciones mucho más permisivas e ineficaces que las que
estoy planteando aquí), entonces nadie querría dedicarse a la política. Es una
opinión interesante, que merecería un contraste empírico. Lo que ya está
contrastado, y bien contrastado, es que cuando la condiciones no ofrecen
extremas garantías los políticos tienden a ignorar quién los ha puesto ahí y
para qué lo ha hecho. No se trata aquí de los grandes fraudes que reconocemos
como casos de corrupción, y que, presentados y aceptados como casos especiales,
nos impiden vislumbrar el verdadero fondo de la cuestión. Se trata de la
necesidad de transformación de un sistema que, aún funcionando bien, está funcionando
mal, porque ofrece a los políticos márgenes de acción incontrolada de los que
ningún otro ciudadano goza en su vida ordinaria. Ciertamente, no todos lo
políticos son corruptos, o, dicho de un modo menos tendencioso, sólo unos pocos
lo son; pero todos ellos tienen frecuentes oportunidades para corromperse sin
cargar por ello con las merecidas consecuencias penales. Este sistema en el que
estamos envueltos ofrece todas las garantías a los indecentes, y, de seguir
así, los atraerá de forma creciente.
Sobre el
tercer objetivo: favorecer el máximo control del cumplimiento del contrato de
representación contraído con los electores, en la forma de un programa
electoral. El primer candidato de la lista que ha accedido a la presidencia del
gobierno debería estar forzado por ley a emprender, como primera acción
ejecutiva y en un breve plazo, la redacción de un documento que se haría
inmediatamente público a toda la ciudadanía, con los siguientes contenidos. En
primer lugar, ese documento debería contener un plan detallado de su proyecto
de acciones de gobierno con un cronograma a un plazo de años vista. En segundo
lugar, en ese plan debería concretarse la autoría en cuanto a la propuesta de
cada medida, con la explicitación del nombre de los miembros del gobierno que
la firman y que se harán responsables de su ejecución, con un máximo de nombres
limitado y fijado por ley. En tercer lugar, se debería especificar a qué punto
o puntos de qué programa o programas electorales concurrentes en las elecciones
corresponde cada medida.
En el caso
de medidas imposibles de programar con tanta exactitud en ese primer documento,
se debería explicitar al menos la intención de emprenderlas en el plazo de
mandato del gobierno. En estos casos, el gobierno reeditaría el documento
inicial tantas veces como fuera necesario a lo largo de su mandato, siguiendo
las mismas reglas que he indicado en el párrafo anterior.
Para el
cumplimiento de este tercer objetivo sería necesario crear en el poder judicial
un tribunal encargado de evaluar formalmente la atingencia de ese documento de
objetivos a esos requisitos de explicitación, planificación temporal y autoría,
así como el curso de su cumplimiento efectivo en la acción de gobierno. Debería
establecerse para ello una regla clara y general sobre el porcentaje de
objetivos cumplidos considerado como necesario para poder continuar en las
funciones de gobierno. Al término de los tres primeros años de mandato, el
tribunal estaría obligado a emitir un informe validando justificadamente la acción
del gobierno. En caso de un informe negativo, el tribunal tendría potestad para
producir la cesación inmediata del gobierno y para hacer ordenar la
convocatoria de un nuevo proceso electoral, con la excepción que indico al
final del siguiente párrafo.
Adicionalmente
a ese necesario mecanismo de control, el sistema debería garantizar el
cumplimiento del principio de recta representación en lo referido a los
contenidos legislativos y ejecutivos, por lo que debería arbitrarse por ley un
dispositivo directo de evaluación del seguimiento de la acción del parlamento y
del gobierno. Obligatoriamente debería institucionalizarse la celebración de un
referéndum vinculante, convocando a toda la masa del electorado al término del
tercer año de mandato. Independientemente de la complejidad de sus contenidos,
ese referéndum establecería de forma clara el criterio de validación del
electorado. En caso de una negativa del electorado, el poder judicial tendría
potestad para producir la cesación inmediata del gobierno y para hacer ordenar
la convocatoria de un nuevo proceso electoral, incluso si el veredicto de su
propio tribunal de control hubiera sido positivo. En caso de una validación
positiva del electorado y negativa del tribunal del poder judicial, el gobierno
podría continuar ejerciendo durante un año más.
Superados
los dos mecanismos de validación, el gobierno podría seguir ejerciendo durante
tres años más, hasta el término de un mandato máximo de seis años.
Sobre el
cuarto objetivo: favorecer un sistema de asignación de representantes que,
respetando el principio general de representación proporcional según el número
de votos obtenidos, fuerce en todo caso a la negociación entre mayorías y
segmentos menos mayoritarios. Todo primer candidato presentado por cualquiera
de las listas que concurren a unas elecciones debería ser forzado, por ley, a
concurrir a un solo proceso electoral. Esto contribuiría al necesario dinamismo
de presentación de candidaturas de los partidos políticos, a la renovación de
sus ideas y de sus estrategias, y sería un elemento más para hacer efectivo el
principio de que la política no puede ser concebida, en un sistema democrático,
como un medio permanente de vida.
Por ley, una
elección habilitaría al primer candidato de una lista que hubiera alcanzado la
presidencia del gobierno para ejercer su cargo durante un período máximo de
seis años.
El sistema
debería vetar por ley la formación de una mayoría parlamentaria absoluta, en
poder de una sola lista concurrente a las elecciones. Esto podría lograrse
fácilmente por medio del algoritmo en la asignación de escaños, como
consecuencia del recuento electoral. Por ejemplo, podría hacerse un primer
cómputo proporcional que permitiría conocer ya qué lista ha sido la más votada
y en qué orden habrían de quedar las siguientes. Esa representación
proporcional, en cuanto al orden de la listas, debería mantenerse intacta hasta
el final del proceso. Si, como resultado de ese cómputo, la lista más votada
obtuviera una mayoría absoluta, se le detraerían por ley todos los votos
restantes desde su condición de minoría mayoritaria hasta la condición de
mayoría absoluta. Ese resto de votos se repartiría a continuación entre todas
las listas que hubieran obtenido representación (incluida la más votada). La
proporción de reparto de esos votos entre el conjunto de las listas con
representación, o la fijación de horquillas para establecer matices en esa
regla de proporcionalidad, debería ser fijada por ley, con carácter general
para todos los procesos de recuento electoral.
Es evidente
que un procedimiento de este tipo tratará injustamente, en términos de peso
representativo, a los electores que hayan sumado sus voluntades en la lista
electoral victoriosa por mayoría absoluta. Sin embargo, todos los ciudadanos en
un estado democrático deberían estar forzados a reconocer por ley que el
beneficio conjunto del sistema, y, en concreto, de todos sus votantes
individuales, ha de estar siempre por encima del beneficio de una parte de los
votantes, por muy abrumadoramente numerosa que sea esa parte. Dicho en otros
términos, si entendemos que una sociedad que se ha dotado de un sistema
democrático de derecho es una sociedad de personas conscientemente vinculadas
en el conflicto de sus intereses, la unión y la fuerza de su vínculo sólo puede
salvaguardarse cabalmente concediendo una clara prioridad a la acción de
negociación, porque sólo esa acción da solidez a ese tipo de vínculo.
En la
práctica, impedir la formación de una mayoría parlamentaria absoluta
conllevaría además una indudable ventaja para todos los votantes, considerados
individualmente. Su cálculo electoral no consistiría ya en impedir a toda costa
que otros gobiernen con una mayoría absoluta, sino en ofrecer la mayor fuerza
negociadora a su opción política preferida.
Todos los
principios, objetivos y propuestas prácticas que he planteado en este texto se
han centrado en las instituciones más incluyentes del poder democrático del
estado: su parlamento, su gobierno, y, de un modo muy breve pero esencial, su
poder judicial. El sistema democrático sería aún mejor, en su conjunto, si
estas transformaciones institucionales se extendieran a todas las estructuras
de la autoridad política, incluyendo las municipales. En principio, no
encuentro ningún impedimento formal para que se produjese tal desarrollo.
Escribo
estas líneas en el día de Reyes y compruebo al repasarlas que mi escrito bien
podría ser entendido como una carta personal a sus Majestades de Oriente. En
ello radica su valor. Ilusionamos a nuestros niños con la creencia de que su
buen comportamiento, juzgado por los Reyes Magos y no directamente por nosotros
como padres, les hará depositarios del mayor bien que un ser humano puede
recibir: un regalo, un don. Así van aprendiendo que la evaluación de su
comportamiento moral no radica ni en su propio juicio ni en el arbitrio de sus
padres, sino en un tercer poder independiente de ambos. Más allá de sus
inevitables (y deseables) diferencias, ese poder los une para crear juntos la
institución de su vínculo. Ésa es la esencia de un sistema democrático de
derecho.
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