ESPAÑA
Cada vez más gente, dentro y fuera de nuestro
país, se pregunta sorprendida qué está sucediendo aquí, y es natural. Hemos
pasado de crear más empleo que nadie en Europa a tener casi seis millones de
parados, de nadar en la abundancia a una recesión aguda, de tener superávit
presupuestario a una deuda galopante, y de alardear de sistema financiero a
tener que rescatarlo por la puerta de atrás. Y, además de todo ello, de una
alternancia política más o menos ordenada entre dos partidos a una desafección
creciente que amenaza con poner a ambos a los pies de los caballos en las
próximas elecciones, por culpa de su traición al electorado y por su constante
vinculación con casos vergonzosos de corrupción.
Es muy
ingenuo creer que todo ello es solo el efecto de una crisis financiera
importada. Es mucho más: los partidos que gobiernan se pasan por el arco del
triunfo las promesas electorales, los principios que consagra la Constitución
son papel mojado, la Jefatura de Estado se ve envuelta en escándalos más
propios de rufianes que de monarcas, la gente no confía en los jueces, la
policía apalea a los que protestan por la corrupción y protege a quienes
defienden a los corruptos, los banqueros se forran con el dinero de las
familias humildes que pierden sus viviendas y se llenan los bolsillos del
dinero público que sus voceros niegan a quienes ellos han arruinado. Se
encarcela a ladrones de tres al cuarto y se indulta a los financieros y
delincuentes de cuello blanco.
No vivimos
una crisis puntual o de alternancia. Lo que a mi juicio está ocurriendo es que
se viene abajo sin remedio el edificio de la transición postfranquista.
En contra de
lo que se quiere hacer creer, la dictadura no fue solo un gobierno de un
militar algo autoritario sino un régimen de terror en el que los grupos
oligárquicos que dominaban las finanzas y los grandes capitales usaban el poder
político para obtener beneficios extraordinarios. Un sistema que permitió
hacerse ricos, muy ricos, a quienes lograban estar cerca del poder, afianzando
lo que más tarde se ha llamado el capitalismo de amiguetes. Lógicamente, todos
esos grupos procuraron que la muerte del dictador solo fuese, en todo caso, el
fin de un régimen político y no el del entramado económico y financiero
constituido en los años de dictadura.
Por eso no
fue fácil el equilibrio entre las clases dominantes y las que luchaban por la
democracia y la libertad. Ni los grupos oligárquicos procedentes del franquismo
estaban en condiciones de imponer sus condiciones (aunque lo intentaron
tratando de dejar fuera de la nueva institucionalidad al PCE y a otros grupos a
la izquierda del PSOE) ni las clases trabajadoras tenían poder suficiente como
para lograr una democratización efectiva de los aparatos del Estado y, por
tanto, la auténtica ruptura con el fascismo. Pero la influencia alemana y
estadounidense, la actitud acomodaticia del PSOE, el temor reverencial de la
clase política procedente del franquismo a los nuevos tiempos que llegaban y el
papel casi arbitral concedido a los nacionalismos de derechas periféricos para
anular el contrapeso de la izquierda más transformadora que hubiera podido ser
decisivo, lograron cuadrar el círculo.
El sistema
ha funcionado así durante años, sin perjuicio de sufrir las tensiones lógicas y
los vaivenes derivados no solo de la tensión entre los principales partidos
sino también de la que igualmente existe entre las diferentes corrientes
internas de cada uno de ellos.
Pero la
aparente estabilidad política institucional no ha podido evitar que poco a poco
hayan ido apareciendo innumerables vías de agua que iban demoliendo
sigilosamente el edificio. El incremento de la desigualdad, la pérdida de peso
del gasto social, el debilitamiento de la ya de por sí frágil estructura
democrática de las instituciones de representación, de gobierno y de control,
una serie ininterrumpida de escándalos derivados del reparto del botín en que
en tantas veces se ha convertido la acción de gobierno, el bienestar
insuficiente y la democracia incompleta, en expresión del profesor Vicenç
Navarro, han terminado por minar el afecto de la ciudadanía a los dos grandes
partidos.
La traición
del anterior gobierno socialista a sus principios, al deseo de sus electores y
militantes y su incapacidad no ya para resolver la crisis sino para mostrar la
mínima credibilidad que requiere la acción de gobierno comenzaron a colmar el
vaso. Y más tarde, casi las mismas razones, aunque quizá ahora de modo aún más
acelerado, llevan al Partido Popular a una situación de desafección igualmente
generalizada en medio de un escándalo político casi sin precedentes.
Lo que está
pasando en España es simplemente que ese edificio se viene abajo. No puede
mantenerse ya sin dejar al descubierto los intereses que realmente hay detrás
de él y la servidumbre y putrefacción tan gigantesca que afecta a gran parte de
los dirigentes que nos gobiernan, alternándose cada cierto tiempo y mostrando
uno detrás de otro, ante una población cada vez más asqueada, su continua
vinculación con casos de corrupción.
Lo singular
es que al caerse el edificio hipoteca
también a otros partidos, que es verdad que han sido en gran medida
ajenos al negocio que han tenido entre manos los dos grandes y los
nacionalistas gobernantes en Cataluña y País Vasco, pero que, quieran o no,
transitan por la misma vía que ellos. Por eso ni UPyD ni incluso Izquierda
Unida registran un incremento en la estimación de voto que pueda considerarse
decisivo a la hora de generar, en el marco institucional actual, una nueva
gobernabilidad.
La conclusión
es obvia. No hay solución posible dentro del espacio político que marcaron los
pactos de la transición. Ya no es posible disimular por más tiempo que no fue
un diseño modélico, como tantas veces se ha querido hacer ver, sino un reparto
de poder e influencia que a la postre dejaba las manos libres a los grandes
grupos empresariales y financieros y cuyo gran poder político ha hecho
estallar, ¡oh paradoja!, el propio sistema que los privilegiaba. La avaricia de
los mismos banqueros que para salvar sus privilegios monitorizaron el diseño
del régimen de la transición lo han hecho saltar por los aires al generar, en
su beneficio, una burbuja insostenible y una deuda desbocada.
La
estrategia ahora teledirigida contra Mariano Rajoy y su equipo es la toma de
posiciones de una buena parte de estos últimos grupos que ya no se sienten
convenientemente representados por ellos. Si el PSOE tuvo que oír que “no nos
representan” de la boca del 15-M, Rajoy escucha ahora lo mismo, aunque no solo
desde las calles sino también desde grupos que posiblemente nunca pensó que
iban a defenestrarle.
Cualquier
intento de darle solución a los problemas de España manteniendo la actual
institucionalidad, creyendo de nuevo que el PP y el PSOE se lo van a guisar y
comer todo, es infructuoso -como empiezan a mostrar las encuestas-, y solo
puede conseguir retardar la salida a la crisis multipolar en la que estamos.
Cualesquiera
que sean las medidas que hubiera que tomar para resolver de verdad los
problemas que en este momento tiene España hay una cosa fuera de duda:
necesitan el apoyo de una gran mayoría social, del 60 o 70 por ciento de la
sociedad para ponerlas en marcha. Y para ello no basta con que un partido tenga
mayoría absoluta. Una y otra cosa, como está demostrando el PP, son muy
distintas.
Y si el
apoyo que se necesita para tomar esas medidas y para que éstas sean efectivas
es tan grande, en estos momentos es imposible que las adopten exclusivamente el
PP y el PSOE. O incluso éstos dos con el apoyo de otros grupos minoritarios o
de los nacionalismos periféricos.
Para que
cualquier tipo de medida pueda tener semejante apoyo, debe responder a
principios éticos y políticos transversales, comunes a personas de un espectro
social muy amplio, que respondan a intereses de muchos grupos sociales. No
pueden ser definidas, por tanto, en términos de derechas e izquierdas, porque
ninguno de éstos es capaz de unir en torno a sí a una mayoría social tan grande
como la que se precisa. Y si ese tipo de mayoría social no se puede conformar mirando
a derecha o a izquierda, solo se puede constituir contemplando el arriba y el
abajo. Solo esto es lo que permite unir hoy día a la inmensa mayoría de la
sociedad en torno a una serie de valores, de principios y medidas que me atrevo
a decir que se asumen de forma generalizada, que han pisoteado, sobre todo en
sus últimos años de hegemonía, el PP y el PSOE, y que ya ni siquiera los
garantiza la actual Constitución: la lucha transparente contra la corrupción,
la democracia real, el ejercicio efectivo de la libertad y de los derechos
sociales que no solo no se conquistan sino que comienzan a perderse uno tras
otro.
La única
salida que tiene España es articular una nueva mayoría social y moral. Es la
hora de poner sobre la mesa propuestas concretas para una nueva gobernabilidad
y para afrontar con decisión los problemas económicos porque éstos van a
empezar a pasar pronto una factura quizá impagable.
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